Capítulo 2

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Capítulo 2

Odette estaba en su elegante salón, ante el ordenador portátil, cuando María entró al apartamento. Su madre había sido modelo en la década de los cincuenta, era una mujer alta y rubia, con la misma belleza clásica que había convertido a Saffy, la hermana gemela de María, en una supermodelo de fama mundial.

–Vaya, sí que llegas pronto hoy. ¿Se ha quemado esa oficina en la que te explotan? –comentó la mujer con acidez.

María ya estaba sonrojada por la rapidez con la que había caminado desde la parada del autobús al apartamento, pero la ira acentuó su color. Apretó las manos con rabia.

–Has colgado mi foto en tu página web sin mi permiso –la acusó.

Impasible ante la tensión de su hija, Odette alzó y dejó caer un delicado hombro con obvia indiferencia.

–Las fotos de chicas guapas incrementan el negocio. Muchos de mis clientes han llamado preguntando por ti en concreto, sencillamente les digo que no estás disponible. Pero si no fueras tan testaruda, podrías estar ganando una fortuna.

–Has debido de robar esa foto de mi cámara –dijo María, desconcertada por la impasibilidad de su madre ante su acusación.

–Sí –los ojos azules de Odette, tan parecidos a los de su hija, eran fríos como un cielo invernal–. No veo por qué eso iba a suponer un problema.

–¿No lo ves? Sabes que no quiero tener ninguna relación con tu negocio...

–¡Sin embargo, no te molesta vivir de lo que gano dirigiendo una agencia de señoritas de compañía! –le lanzó Odette con voz hiriente.

–Eso no es verdad. No vivo de tus ganancias –María enrojeció–. Te doy todo lo que gano como camarera.

–¡Eso es una minucia! –exclamó Odette alzando una ceja con desdén–. Si alquilara esa habitación, cobraría tres veces más que eso. Pero, en cambio, decidí ser generosa y ayudarte con tu carrera profesional. ¿Ese es el agradecimiento que recibo a cambio?

–Sabes que te estoy agradecida –dijo María, incómoda–, pero quiero que quites esa foto de la página web. No soy señorita de compañía y no quiero que la gente piense que...
–Mis chicas no son prostitutas –Odette la miró con resentimiento en sus ojos azules–. Te lo he dicho más de una vez. Son acompañantes, profesionales de la compañía, con buena presencia y agradables. El sexo no está incluido en el servicio.

–Eso que tú sepas –apuntó María, temblorosa–. No sabes cómo se portan tus acompañantes si un hombre les pide algo más y está dispuesto a pagar por ello.

–No, no lo sé –Odette se puso en pie con gracia–. No soy su guardiana ni su madre –dijo–. Solo soy la directora que acepta las reservas y hace las comprobaciones sobre el crédito y el carácter de los clientes. ¿Por qué eres tan puritana y suspicaz respecto a mis negocios, María? Las chicas de mi empresa son jóvenes educadas de clase media, que quieren unos ingresos decentes. Algunas de ellas están pagándose una carrera universitaria.

–No condeno sus elecciones, solo digo que yo no elegiría eso –declaró María, alzando la cabeza y preguntándose por qué se sentía tan culpable y poco agradecida–. ¿Puedes quitar esa foto de la página web ahora mismo, por favor?

–Estás haciendo una montaña de un grano de arena –protestó Odette–. No lo pensarías dos veces antes de colgar esa foto en una de esas redes sociales que utilizas.

–Eso es distinto. Tienes que retirar esa foto y cualquier mención de mi nombre de la página –insistió María–. Lo aceptes o no, estar en una página de servicios de compañía perjudica a mi reputación. ¿Has pensado siquiera lo que podría significar para la de Saffy? ¿La vergüenza que esto podría causarle?

–¿Qué diablos tiene que ver Saffy con esto? –exigió saber su madre con voz áspera.

–Mi cara es su cara, ¿o has olvidado que somos gemelas idénticas? –replicó María con impaciencia, deseando que su madre dejara de hacerse la tonta cuando sabía muy bien que era astuta como una arpía–. Saffy se enfadaría muchísimo si lo descubriera.

–¿Y por qué iba a molestarte eso a ti? –inquirió Odette, impasible–. Ya ha ganado una fortuna con su rostro y su cuerpo. Tiene mucho más cerebro que tú, pero, admitámoslo, por lo que Topsy me ha dicho, tu gemela y tú no estáis exactamente unidas.

María se tensó al oír esa referencia a su hermana menor, que visitaba a su madre de vez en cuando y, sin duda inocentemente, había dejado escapar detalles personales que Odette no dudaría en utilizar en contra de sus hijas si le parecía conveniente.

–Puede que Saffy y yo no estemos muy unidas, pero no haría nada que pudiera hacerle daño a ella o a su carrera –profirió con orgullo–. Y desde luego no me gustaría avergonzarla como me avergoncé yo cuando hoy alguien me enseñó mi foto en esa página web. Estoy muy molesta con esto, por favor, retira esa foto ahora mismo.

–Lo haré –siseó Odette con irritación–, si realmente significa tanto para ti.

–Así es. Gracias –afirmó María con voz seca. Comprendió que, una vez más, no había dicho nada de lo que pretendía decir; Odette había vuelto a conseguir parecer la víctima en vez de la culpable. Su madre ni siquiera le había pedido disculpas por robarle la foto y colgarla en la web. Frustrada, fue hacia su dormitorio para cambiarse para su turno en la cafetería en la que trabajaba las noches entre semana. La voz de su conciencia le recordó que no podía permitirse una bronca sin restricciones con su madre mientras Odette le permitiera ocupar su habitación de invitados. Aceptar favores siempre tenía un precio.

–Por desgracia, ya no es tan sencillo –comentó Odette con voz suave.

María se dio la vuelta, confusa.

–¿Qué quieres decir?

–Ya he aceptado una reserva para ti.

María se quedó muda durante un instante.
–¿Cómo puedes haber aceptado una reserva para mí si no trabajo en tu empresa? –preguntó con voz seca.

–El cliente me ofreció tanto dinero que acepté –admitió su madre sin ninguna vergüenza o arrepentimiento–. Necesito el dinero y, seamos sinceras, tú también.

–¡Pues tendrás que devolver el dinero! –clamó María con ira–. ¡Nadie puede contratarme!

–Es un hombre de negocios. Envió un contrato por mensajero y lo firmé en tu nombre.

–¡Pero eso no puede ser legal si no trabajo para ti! –protestó María.

–¿Y cómo vas a demostrar que no trabajas para mí cuando tu perfil está en la página web? –preguntó Odette con tono dulzón.

–No tiene nada que ver conmigo –María se puso rígida al oír lo que solo podía considerarse un chantaje–. Devuélvele el dinero.

–No es tan sencillo –Odette apartó el ordenador portátil y se puso en pie–. Tenía facturas pendientes y las he pagado. Aun así, he apartado una buena cantidad para ti.

–¡No la quiero! –escupió María con furia–. No vas a obligarme a actuar como acompañante para ganar dinero a costa mía. ¡Eso no va a ocurrir!

–Pero no puedo devolver el dinero de ninguna manera –afirmó su madre.

–Eso no es problema mío –le espetó María–. Aunque no sabía que tenías problemas de liquidez.

–El mundo es duro y una acompañante es un lujo. Este tipo es joven, rico y guapo, no puedes quejarte en ese sentido –dijo Odette con desdén.

–Me da igual. No lo haré, ¡ni por ti, ni por nadie!

–Déjame que te diga cuánto estuvo dispuesto a pagar por llevarte al extranjero un fin de semana –Odette mencionó una cantidad de miles de libras que dejó a María atónita. Era una cifra mucho mayor de la que podría haberse imaginado.

–Odette... –dijo María con voz temblorosa–. No importa lo que te pagó ni lo que firmaste. No puedes venderme a mí ni a mi tiempo como si fuera un objeto. No estoy en venta, y después de las discusiones que hemos tenido sobre el tema, me resulta imposible creer que aceptaras una reserva sabiendo lo que opino del tema.

–Tienes una deuda conmigo, María, y pienso cobrarla –la mujer clavó sus gélidos ojos azules en el rostro de su hija.

–¿Qué te debo yo? –preguntó María, dolida–. Desde que cumplí los doce años no te has preocupado de mí. Nunca me visitaste, escribiste o llamaste, ni siquiera aportaste dinero para mi manutención.

–Tenía problemas para sobrevivir. Y vosotras erais felices viviendo con vuestra hermana Kat –arguyó Odette–. Pero cuando hizo falta de verdad, estuve allí para ti.

–¿Y cuándo fue eso? –los músculos del rostro de María estaban rígidos de tensión.

–Cuando necesitaste cirugía para tu pierna lesionada. Estabas desesperada por volver a andar y acudí en tu ayuda –declaró su madre con voz firme. María la miró atónita.

–¿Estás diciendo que tú pagaste la operación de mi pierna? –inquirió con voz jadeante.

–¿De dónde crees que sacó el dinero Kat? –preguntó su madre con sequedad.

María estaba demasiado afectada por lo que acababa de oír para seguir razonando con su madre. Se cambió de ropa y fue a cubrir su turno en la cafetería con la mente nublada. Se preguntaba si era verdad que Odette había pagado su operación. Era una gran ironía que cuando era adolescente ni siquiera se le hubiera ocurrido preguntarse de dónde había sacado Kat, su hermana mayor, el dinero para pagar una operación en una clínica privada en el extranjero.

Aunque María ya tenía más de veinte años, nunca se le había ocurrido preguntarlo, algo que en ese momento le parecía egoísta e imperdonable.


Era muy consciente de cuánto había significado la operación para ella en esa época, la desesperación con la que había anhelado la normalidad y la independencia de no necesitar ayuda en casi todo lo que hacía. La había dejado atónita que su madre hubiera pagado para hacer que su mayor deseo se hiciera realidad.

Esa noche, mientras servía comida y bebida, su mente estaba en otro planeta. Su hermana Saffy nunca había superado su culpabilidad por no haber resultado herida en el accidente, y había sido muy protectora respecto a su gemela desde entonces. Saffy nunca había entendido que la presencia continua de su perfección física y su desbordante salud solo hacían a María más consciente de lo que había perdido. La adolescencia de María había sido terrible y se había deprimido a menudo.

La gente solía desviar la mirada para no ver la cojera provocada por el accidente, se avergonzaban de ella y por ella, le tenían lástima y la evitaban como si su cerebro pudiera estar tan dañado como su cuerpo.

Al mismo tiempo, Saffy, bella, deportiva y extrovertida, había sido la chica más popular del instituto.

María no había odiado ni envidiado a su gemela, pero en esa época había aprendido a odiar las hirientes comparaciones que la gente hacía entre ellas; una perfecta y la otra físicamente dañada. Esos sentimientos ya tenían su base en la infancia, por la actitud resentida de Odette, que había tenido gemelas cuando solo quería un bebé.

Peor aún, María había supuesto una gran responsabilidad porque había nacido con poco peso y era una niña enfermiza que requería cuidados y atenciones especiales. María siempre había notado que a Odette le parecía demasiada responsabilidad cuidar de ella.

Cuando María llegó a casa, su madre ya estaba acostada, y fue un alivio no tener que enfrentarse a ella cuando seguía sumida en una vorágine mental. Odette bien podía haber sido una madre negligente, pero la costosa operación había transformado la vida de María, devolviéndole su independencia y su libertad.

Si su madre había pagado la cirugía, María tenía una deuda con ella. Pero no creía que eso significara que estaba obligada a hacer de acompañante de un desconocido. Odette había mencionado un fin de semana en el extranjero. No podía haber nada más extraño o desconcertante. ¿Un fin de semana fuera del país? Si el tipo se dedicaba a la trata de blancas, nadie volvería a saber nada de ella.

–Me gustaría ver ese contrato –le dijo María a su madre en el desayuno. Estaba dispuesta a impedir que sus sentimientos volvieran a ganar la partida. Necesitaba una solución y sabía que otra discusión sería contraproducente.

Un par de minutos después, Odette le entregó un documento. María le echó un vistazo y pasó a la última página para ver quién lo firmaba. Lo que vio la dejó muda. ¡ Esteban San Román! No entendía cómo podía ser eso posible. Su jefe no podía ser quien la había contratado como acompañante. El mismo jefe que le había informado de que su supuesto segundo empleo como acompañante iba contra la política de la empresa. María se enfureció tanto al leer ese nombre que casi la sorprendió no echar humo por las orejas. Se guardó el contrato en el bolso.

–Yo me ocuparé de esto –le dijo a su madre con tono cortante.

–¿No te sorprende la identidad del cliente? –preguntó su madre, que obviamente había esperado una reacción más expresiva.

–¿Debería sorprenderme?

–Trabajas para ese tipo...

–Ah, ¿entonces lo sabes? –se escabulló María.

–Claro que lo sé. Esto da una vuelta de tuerca completa a los típicos romances de oficina –comentó Odette burlona.

–Créeme –María se puso en pie–, no hay nada romántico en esta situación.

Para cuando llegó a la oficina, la ira surcaba las venas de María como una descarga de adrenalina. Esteban era un completo hipócrita.

El mismo tipo que había pagado una cifra exorbitante por sus servicios como acompañante, se había atrevido a decirle que el que hiciera ese trabajo podía dañar la reputación de su empresa.

Pero al menos sabía por qué la había mirado de una forma tan rara; sin duda había supuesto que si trabajaba como acompañante era más aventurera y atrevida en el plano sexual de lo que parecía a primera vista.

María apretó los dientes, dispuesta a demostrarle lo contrario.

–El señor Esteban y yo comentamos un tema personal ayer, y necesito verlo cuanto antes para informarlo de un... un cambio en la situación –le dijo María a Lupita.

La asistente personal de Esteban, con los párpados bajos y sin hacer comentarios, levantó el teléfono.

–Adelante –le dijo un momento después–. Ten cuidado, María...

–¿Cuidado? –se sorprendió María.

–Antes de Ana Rosa, el historial de Esteban con las mujeres era penoso –murmuró la secretaria.

María, roja como la grana por lo que la otra mujer obviamente sospechaba, llamó con los nudillos en la puerta del despacho y entró.

Esteban la miró desde donde estaba, junto a la ventana, con la arrogante cabeza ladeada y los ojos entornados. María sacó el contrato de su bolso y lo dejó sobre la mesa de golpe, con expresión acusadora.

–Así que lo sabes –comentó Esteban con voz templada, sin inmutarse por su agresividad.
–Y es hora de que tú sepas que esto no va a ocurrir, ¡no en esta vida! –aclaró María con voz enfática–. Pero lo que no puedo creer es que dijeras que mi foto en esa web podía dañar la reputación de tu empresa, ¡cuando me habías contratado!

–Me di cuenta de que eras exactamente lo que necesitaba –se evadió Esteban con su frialdad habitual. Notó que el rubor de sus mejillas y su expresión animada hacían que resplandeciera, como una vela encendida por primera vez–. Pero, si no quieres hacerlo, devuelve el dinero que he pagado y no hablaremos más del tema.

¿Devolver el dinero? Esa sugerencia tan práctica hizo que la consternación apagara la ira de María. No tenía un céntimo y, de hecho, debía dinero al banco desde su época de estudiante. Odette había admitido haberse gastado parte del dinero y María no podía reemplazarlo. Y no era tan ingenua como para creer que podía convencer a su materialista madre para que le diera el dinero que le quedaba.

–Me cuesta creer que te sigas atreviendo a mirarme a la cara –le dijo con desdén, sin hacer referencia al tema del dinero.

Esteban dio unos pasos hacia delante. Su rostro, moreno y delgado, tenía una expresión irritantemente serena. Se movía con la gracia de un felino, su poderoso cuerpo no mostraba un ápice de tensión cuando, sin previo aviso, invadió su espacio personal y le quitó las gafas para examinarlas.

–Estas gafas no están graduadas. ¿Por qué te las pones?

–¡Devuélvemelas! –exigió María, enfadada.

Con una risa sarcástica, Esteban las dejó a un lado y llevó la mano a la pinza que sujetaba su abundante cabello en la nuca.

–¿Qué crees que estás haciendo? –protestó María, abrumada por su proximidad y totalmente desconcertada por su descaro.

La pinza siguió el mismo camino que las gafas, liberando una cascada de pelo negro sobre sus hombros tensos.

–Tal vez quiera comprobar qué es por lo que he pagado –dijo Esteban, sin preocuparse lo más mínimo por si la ofendía o no. Al fin y al cabo, la había contratado para hacer un trabajo. No tenía por qué preocuparse por herir su sensibilidad.

María, incrédula, clavó la mirada en su impresionante rostro, intentando no ver la belleza masculina de sus rasgos bronceados.

No podía prestar atención a eso cuando él se estaba portando con tanto descaro.

–¿Cómo te atreves? –le espetó con furia.

–Es la verdad, aunque no te guste –respondió él con sequedad. Observó que sus pupilas se dilataban, lo que implicaba atracción sexual, enfatizando aún más el increíble azul de sus ojos. Incluso de cerca era deslumbrante, con la piel luminosa, los ojos brillantes y los labios rosados y apetecibles. El deseo pulsó en su entrepierna, tomándolo por sorpresa. Sin duda era muy bella, pero él estaba acostumbrado a las mujeres guapas y sentía repulsa por aquellas que buscaban un pago por sus atenciones. Por desgracia, esa repulsa natural que había esperado sentir hacia ella no estaba funcionando como barrera.

–No me has comprado... ¡No puedes comprar lo que no está en venta! –le lanzó María con fiereza, aunque no podía evitar su reacción a las enloquecedoras vibraciones del ambiente, que estaban encendiendo una extraña calidez entre sus muslos.

–Sin embargo, he conseguido comprar tu tiempo durante todo un fin de semana – Esteban saboreó sus palabras, con ojos chispeantes como el sol bajo sus rectas cejas negras.

–No. ¡Nada de eso!

–Entonces, devuelve la tarifa y olvidaremos el contrato –sugirió Esteban con indiferencia–. No me interesa una acompañante reacia. No me servirías de nada con ese tipo de actitud mental.

María se apartó de él y recogió la pinza y las gafas que había dejado sobre su mesa. Estaba obligándola a aceptar hechos indeseables. Por supuesto, quería su dinero si ella no estaba dispuesta a ofrecer el servicio que había contratado, ¡pero ella no podía devolvérselo! Estaba entre la espada y la pared. La frustración la golpeó como una ola. ¿Había ganado Odette la batalla tan fácilmente? Podía negar toda conexión con la empresa de su madre y dejar que Esteban San Román se ocupara de recuperar el dinero que había pagado, pero eso sin duda causaría a Odette problemas legales y financieros. A su pesar, María reconoció que la mujer que había financiado la operación que le había permitido volver a llevar una vida normal no se merecía que le hiciera eso. El milagro de esa cirugía que le había devuelto su vida era una deuda que nunca podría pagar.

–¿Cuál es la razón del disfraz? –preguntó Esteban, indolente–. ¿Tienes miedo de que te reconozcan en tu trabajo de día?

–Algo así –María se sonrojó.

No podía contarle la verdad, nunca se la había contado a nadie. Cuando el rostro de Saffy se había hecho famoso y había empezado a aparecer en los medios de comunicación con regularidad, María había tenido la sensación de que su cara ya no le pertenecía. Además, la gente había empezado a confundirla con Saffy en la calle, hasta el punto de avergonzarla: algunos desconocidos se acercaban para pedirle autógrafos y fotos, los hombres se le insinuaban, la gente se enfadaba y la insultaba cuando insistía en que no era la conocida Sapphire, porque no la creían. Tanta atención la había mortificado e intimidado, haciendo que se sintiera como una falsificación de su famosa hermana, incapaz de satisfacer las expectativas de la gente. Siempre había sido una persona muy discreta y nunca habría sido capaz de exhibirse y ganarse la vida ante las cámaras, como hacía su gemela. Nunca había tenido esa clase de confianza en su rostro y en su cuerpo.
–Si haces bien el papel que tengo para ti, te pagaré una bonificación – Esteban se apoyó en el borde de su escritorio–. Se trata de un asunto de negocios, no de un viaje de placer.

María se preguntó si era eso lo que hacía siempre que una mujer se le resistía: ofrecerle más dinero, ropa, joyas, o lo que fuera. ¿Utilizaría siempre su riqueza como método de chantaje?

–¿Tienes costumbre de utilizar servicios de acompañantes? –preguntó María con voz plana.

–Tú serás la primera, y la última –afirmó él con seriedad.

–¿Y por qué no me dijiste ayer lo que habías hecho, cuando me hablaste de la foto de la página web? ¿No fue eso una gran demostración de hipocresía?

–Puro sentido común. Si te llevo a la boda de mi hermana, es lógico que no quiera que tu identidad de acompañante sea visible en Internet –señaló él con frialdad–. Y no soy ningún hipócrita. Lo que ves es lo que hay. Soy un tipo muy directo.

–¿La boda de tu hermana? ¿Quieres que te acompañe a un evento familiar? –preguntó María sorprendida.

–No quiero que nada estropee el gran día de mi hermana Nessa –admitió Esteban –. Verme contigo la persuadirá de que he seguido con mi vida después de romper mi compromiso, y eso la hará feliz. Nessa tiene un corazón muy sensible. Como mi ex es una de sus damas de honor, será más cómodo para todo el mundo si llego con pareja.

–¿Una de sus damas de honor? –María hizo una mueca–. Eso es complicado...

–Pero lo será menos contigo de mi brazo –aseveró él–. ¿Puedo suponer que me acompañarás a mi casa de Grecia?

María tragó saliva al pensarlo. Por más que daba vueltas a un modo de devolverle lo que había pagado, sabía que sería imposible si no le tocaba la lotería. No había salida, ninguna vía de escape conveniente. Al fin y al cabo, pasar un fin de semana rodeada de familia e invitados a una boda no era tan terrible. Sonaba inocente y seguro. Volvió a tragar y asintió, bajando las pestañas para ocultar sus ojos cargados de ira.

–Solo queda pendiente proporcionarte ropa adecuada para el fin de semana –dijo Esteban.

–Eso no será necesario.

–Sí lo será –la contradijo Esteban, recorriendo con la mirada la blusa suelta y la falda mal ajustada–. Pediré a una estilista y compradora personal que compre lo que necesitarás. Por supuesto, el gasto corre de mi cuenta. Tengo tu número de teléfono móvil. Te pondré un mensaje con los detalles.

Un nudo de disgusto, resentimiento y desafío atenazó la garganta de María, que tuvo que tragar con fuerza para aliviarlo.

La estaba tratando como a un objeto inanimado que había que envolver correctamente para mostrarlo ante el público.

La veía como una señorita de compañía, una mujer que alquilaba sus servicios. Aunque se dijo que iba a hacerlo por el bien de su madre y para pagar una deuda, todo el proceso era humillante; tardaría mucho en olvidar la experiencia.

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