Capítulo 5

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Capítulo 5



Desconcertada por el provocativo comentario de Esteban, María parpadeó para librarse del sopor y levantó la cabeza de la almohada.

–¿Un montaje? ¿Extraño? –repitió, confusa–. ¿De qué se supone que estás hablando?

–Corrígeme si me equivoco –dijo Esteban con los labios tensos–, pero me ha parecido que eras virgen.

María se incorporó de golpe, sujetando la sábana contra los pechos, en actitud defensiva. Su rostro ardía de vergüenza. Había tenido la esperanza de que él no se hubiera dado cuenta ni hubiera adivinado la razón de su problema.

–¿Y? –le espetó con tono áspero.

–Entonces, ¿por qué echarte a perder conmigo? –preguntó Esteban sin ninguna inflexión en la voz–. No me enorgullezco de que hayas conseguido seducirme para llevarme a la cama, pero no esperaba más que el típico revolcón de ti.

María se tensó de indignación al oír sus palabras.

–Oye, ¡yo no te he seducido! –le lanzó.

–Eres tan bella que llevas seduciéndome desde el momento en que nos vimos en el aeropuerto –aclaró Esteban.

Reconociendo que su exabrupto era, sobre todo, una secuela provocada por su satisfacción sexual, admitió su hipocresía y saltó de la cama para alejarse de ella.

Pero había hecho lo que no debía y le tocaba cargar con las consecuencias. Ella había demostrado ser una tentación a la que no podía resistirse. Pero no conseguía entender que María hubiera sido virgen.

No tenía sentido, ni encajaba con lo que había esperado de la mujer aventurera y experta que suponía debía ser para trabajar como acompañante.

–¡Créeme, no ha sido intencionado! –le gritó María, apartando la ropa de cama y agarrando el albornoz que había sobre una silla cercana. Metió los brazos en las mangas, se lo ató con fuerza y colocó las solapas de modo que cubrieran toda la piel posible. Lo último que quería en ese momento, era estar desnuda ante Esteban. ¿«El típico revolcón»? Por lo visto eso era lo único que su cuerpo había sido para él. Era imposible ser más insultante.

–No esperaba que una señorita de compañía fuera virgen. Además, yo no pago por el sexo, nunca lo he hecho ni nunca lo haré. Naturalmente, te compensaré por... por tu generosidad... – Esteban eligió la palabra con obvio cuidado– con diamantes, que espero estén a la altura de tus expectativas.

María había creído sinceramente que era imposible sentirse peor, sin embargo, en ese momento le pareció que la tierra se hundía bajo sus pies y la dejaba colgada en un horrible limbo. Por lo visto, él creía de verdad que esperaba una recompensa por haberse acostado con él. Se sintió destrozada e insultada por la imagen que tenía de ella.

La consideraba poco más que una prostituta. Un hombre no solía ofrecer diamantes a una mujer después del sexo, al menos, no en su mundo. Y lo peor de todo era haber elegido acostarse con un hombre como ese. Solo le quedaba despreciarse por su estupidez.

En el tenso silencio que siguió, Esteban notó su palidez y la rigidez que tensaba sus rasgos.

–¿Acaso he interpretado mal la situación? Dijiste claramente que no eras una de esas chicas baratas...

–¡Eso no quería decir que ponía precio a mi cuerpo como una prostituta! –gritó María con ira, estremeciéndose de arriba abajo, rígida de incredulidad–. Me refería a que no me acuesto con cualquiera, ¡eso quería decir! ¡No hablaba de dinero, ni de joyas, ni de nada parecido!

–Como es obvio que te he ofendido, te pido disculpas –se zafó Esteban –. Pero ¿qué esperabas que pensara cuando dijiste que no eras barata? Eres una acompañante, por cuyo tiempo he pagado. No hacía falta una imaginación muy fértil para llegar a la conclusión de que esperabas algún tipo de remuneración adicional por incluir el sexo en el contrato.

Fue en ese preciso momento cuando María comprendió el terrible e injustificable error que había cometido al acostarse con él, que en ningún momento había olvidado que era una chica de compañía cuyo tiempo había comprado.

Ni por un momento había olvidado sus sospechas sobre lo que conllevaba el trabajo de acompañante. Era ella quien había olvidado las barreras que los separaban; ella quien había olvidado que él la estaba pagando por el papel que desempeñaba. La humillación y el arrepentimiento la asolaron.

–¡Ya te había dicho que no trabajaba como acompañante! –le espetó con voz fiera, mientras el cabello dorado se agitaba alrededor de sus mejillas encarnadas–. ¡Pero no me creíste!

–Vi tu foto en esa página web. Telefoneé y contraté tus servicios. Si no fueras una chica de compañía, ¿cómo podría haberlo hecho? –exigió saber Esteban con sequedad, sin dejarse impresionar. Incluso desnudo seguía pareciendo dominante y en control de la situación.

–No es tan sencillo –arguyó María, dejando caer los brazos y rindiéndose al cansancio. Se sentó en el sofá que había en la pared opuesta, tan lejos como podía estar de él sin salir de la habitación. Nada excepto la verdad bastaría para convencerlo. No tenía otra opción: tenía que decirle la verdad para limpiar su nombre.

María tragó aire y alzó la cabeza con orgullo, negándose a pedir disculpas por lo que no podía evitar.

–Mi madre es la dueña de la agencia.

–¿Tu madre? –inquirió Esteban con incredulidad. De un par de zancadas, fue al vestidor y agarró unos pantalones vaqueros y una camiseta. Lo asombró y anonadó la noticia de que la madre de María estaba a cargo de una agencia de señoritas de compañía.

–Sí, mi madre –confirmó María entre dientes. Después, le explicó por encima sus antecedentes y cómo su hermana mayor las había criado a ella y a sus otras dos hermanas cuando Odette las había entregado al sistema de acogida estatal–. No había visto a Odette desde que cumplí los doce años. Me llamó de repente y me dijo que podía vivir con ella gratis mientras trabajaba sin sueldo para tu empresa. Acepté sin dudarlo un segundo. No solo porque necesitara un sitio barato donde vivir... –titubeó y, sonrojándose, bajó los párpados para ocultar su vulnerabilidad–, pensé que también sería una gran oportunidad para conocer a mi madre por fin.

Esteban hizo una mueca al captar el tono avergonzado de su voz, que no había conseguido ocultar.

–¿Sabías lo de la agencia antes de mudarte a vivir con ella? –preguntó, subiéndose la cremallera del
pantalón vaquero.

–Por supuesto que no. Pero en cuanto me instalé y me lo dijo, empezó a insistir para que trabajara como una de sus señoritas de compañía –admitió María con tristeza. Intentó no observarlo mientras se ponía la camiseta y cubría su espectacular torso, musculoso y moreno. Sus mejillas volvieron a teñirse de rojo por la vergüenza–. Se enfadó mucho cuando, en vez de eso, empecé a trabajar como camarera.

–¿También trabajas como camarera? – Esteban enarcó una ceja con sorpresa, sin dejar de mirar la deliciosa curva de su boca, aún hinchada por efecto de sus besos. De inmediato, volvió a desearla. Le supuso un enorme reto concentrarse en lo que decía, y empezó a caminar por la habitación, exasperado por su hiperactiva energía sexual y por lo poco acostumbrado que estaba a escuchar a una mujer y compadecerse de su situación.

–Cinco días a la semana. Necesitaba el dinero –admitió María a su pesar–. Pero sospecho que mi madre contaba con que accedería a trabajar en su empresa cuando me pidió que me instalara en su casa. De hecho, probablemente sea la única razón por la que me invitó a vivir con ella. Me robó una foto de la cámara y la colgó en su página web. Yo no tenía ni idea. Nunca habría accedido a algo así.

–Entonces, si no trabajabas para la agencia de tu madre, ¿qué diablos estás haciendo aquí conmigo? –exigió saber Esteban, clavando en ella sus ojos oscuros y cargados de suspicacia. Escrutó su rostro tenso y pálido, intentando juzgar si era sincera. Era obvio que la incomodaba admitir esas cosas sobre su madre. Esteban, como hijo que había tenido que avergonzarse a menudo por el comportamiento de sus padres, sintió compasión por ella en ese sentido.

–Me temo que mi madre sacó la artillería pesada para persuadirme de que aceptara el contrato que había firmado contigo –le confió María con una risa amarga. Sus rasgos se contrajeron de tensión antes de adentrarse en un tema aún más personal–. Viste las cicatrices de mi pierna...

–Ne... Sí –dijo Esteban, que había contestado inicialmente en griego afectado por la obvia incomodidad de María.

–Cuando era adolescente, sufrí lesiones muy graves en la pierna, en un accidente de coche. Tardé años en pasar de la silla de ruedas a utilizar muletas. Estaba discapacitada, y si no hubiera pasado por una carísima operación privada en el extranjero, seguramente seguiría utilizando muletas. Esa operación me permitió volver a andar y cambió mi vida por completo. Después de que mi madre aceptara tu reserva, me dijo que ella había pagado la operación y que estaba en deuda con ella.

–Tú no le debías nada a nadie –el rostro de Esteban se tensó con dureza–. Y menos a una mujer tan dispuesta a utilizarte, y posiblemente también tu cuerpo, como fuente de beneficios.

–Me sentí en deuda con ella –lo contradijo María con dignidad–. Esa operación significó mucho para mí. Me devolvió la normalidad. Cuando mi madre admitió que tenía problemas financieros, accedí a actuar como acompañante durante un fin de semana por gratitud.

–Por lo tanto, es cierto que nunca habías trabajado como señorita de compañía –rezongó Esteban, empezando a encajar las piezas del rompecabezas–. Pero ¿por qué puso esa foto tuya en la página web sin tu consentimiento?

–Pensaba que atraía a más clientes. Cuando solicitaban mis servicios, decía que todo mi tiempo estaba ya contratado –explicó María con pesar.

–Ne... Sí, utilizó esa táctica conmigo, hasta que le ofrecí tanto dinero que estuvo dispuesta a chantajearte para que me proporcionaras el servicio que pedía –le dijo Esteban con obvio desagrado–. ¿Por qué no me dijiste todo esto desde el principio? ¡Nunca me habría involucrado en una barbaridad de este calibre!

–No podía recuperar el dinero que le habías pagado a Odette –María, tensa, se puso en pie–. ¿De qué habría servido decírtelo?

–No soy tan bastardo como crees –replicó Esteban con voz fiera.

María no estaba de acuerdo con él, pero se calló su opinión. «El típico revolcón», esas vergonzantes y dolorosas palabras estarían grabadas en su alma para siempre. Toda su valentía y orgullo se habían evaporado. Verse obligada a enfrentarse a la imagen que Esteban tenía de ella había sido la experiencia más humillante de su vida.

Estaba convencida de que haber cedido a sus impulsos, saltar a la cama con él y entregarle su virginidad, sería algo de lo que se arrepentiría hasta el día de su muerte.

En ese momento, lo único que deseaba era estar sola. Había dicho lo que tenía que decir y no tenía más que añadir.
–Este es tu dormitorio, ¿verdad? –adivinó María, pasándose la mano por el pelo para apartárselo de la cara–. Tendría que haberme dado cuenta antes, cuando te vestiste aquí, pero después del golpe en la cabeza no pensaba con claridad. Dime, ¿te planteaste en algún momento respetar las normas básicas que rigen un contrato de acompañante? ¿Cómo pudiste pensar que, dadas las circunstancias, podías esperar que compartiría un dormitorio y una cama contigo?

–Puedes instalarte ahí como si estuvieras en tu casa –dijo Esteban con expresión adusta. Cruzó la habitación y abrió una puerta de par en par.

María se apresuró a recoger su maleta abierta entre los brazos y cruzar el umbral. Volvió a entrar y fue al cuarto de baño a recoger su neceser. Ignoró por completo la ropa que había tirada junto a la cama. Reconoció para sí que era incapaz de recoger sus bragas sin morirse de vergüenza y humillación.

–¿Qué piensas hacer mañana? –inquirió Esteban con frialdad. María volvió la cabeza para mirarlo, sus ojos azules estaban igualmente gélidos.

–Lo que me has pagado por hacer. Me cae bien tu hermana, Nessa. Seguiré representando el papel de pareja tuya, pero evitando todo tipo de contacto físico.

Entró en la otra habitación, cerró la puerta y echó el cerrojo antes de volver a respirar. La asombró lo dolida que estaba. Pero no tendría que haber esperado otra cosa de lo que solo podía ser un encuentro sexual pasajero. Aun así, no había esperado los insultos a los que había sido sometida. Oyó un golpe en la puerta y se tensó, volviendo a palidecer.

Tragó saliva y abrió. Esteban le entregó su ropa y ella la aceptó, alzando la barbilla en actitud desafiante. Se negaba a parecer vencida.

–Una cosa más –dijo él con voz ronca–. ¿Estás utilizando algún método anticonceptivo?

Ella abrió los ojos de par en par, atónita.

–Supongo que eso es un «no» –aventuró Esteban –. Por desgracia, yo tampoco. Me olvidé...

–¿Te olvidaste? –exclamó María con incredulidad.

–Llevaba mucho tiempo en una relación exclusiva y las precauciones eran innecesarias –aseveró él–. Hace poco pasé un reconocimiento médico y puedo asegurarte que estoy libre de cualquier infección, pero existe el riesgo obvio de que pudieras concebir.

María había perdido todo rastro de color para cuando él acabó de hablar. Apretó la ropa que tenía entre los brazos contra el pecho.
–Oh, Dios mío, espero que no.

–Si hay algún problema, no dudes que contarás con todo mi apoyo –sus ojos oscuros brillaron como ébano pulido bajo las pestañas, y el corazón de ella inició un insoportable tamborileo dentro de su pecho. La avergonzó, incluso en ese momento de pavor, no poder dejar de reaccionar como una colegiala a su carisma–. No sé si será un consuelo, pero lamento lo que ha ocurrido entre nosotros tanto como tú.

María asintió, inexpresiva, le dio las buenas noches y cerró la puerta sin molestarse en echar el cerrojo otra vez. Su instinto le decía que ya no tenía nada que temer de Esteban.

Así que él lo «lamentaba»... ¡era un insensible! «El típico revolcón», una etiqueta que no olvidaría en su vida, muy alejada de cómo le habría gustado recordar su primera experiencia sexual completa.

Se metió en la ducha y se lavó a conciencia. Curvó los labios hacia abajo al sentir un dolor sordo entre las piernas. «Aguántate», se dijo con rabia. Era la culpable de su infortunio, pero ya había sido castigada en demasía. Un embarazo imprevisto sería desastroso para ella. Rechazando la posibilidad, porque no tenía sentido preocuparse por algo que quizás no ocurriría, María se metió en la cama y se quedó tumbada en la oscuridad mientras lágrimas silenciosas surcaban sus mejillas.

Bajo el solDonde viven las historias. Descúbrelo ahora