Capítulo 8
María sonrió con placer al leer la positiva respuesta de Esteban y, dejándose llevar por un impulso, le contestó invitándolo a cenar con ella.
No era una gran cocinera, pero sabía preparar un filete más que aceptable. Se sintió aún más complacida cuando llegaron las flores de Esteban.
Tras preparar la mesa en la zona destinada a comedor, a un lado del salón, se puso el vestido que había llevado la noche anterior a la boda de Nessa.
Aunque se ajustaba mucho más sobre sus senos hinchados, el resto de su cuerpo estaba tan delgado como siempre, y se subió la cremallera sin ninguna dificultad.
Esteban llegó puntual y ella corrió a abrir la puerta. Los brillantes ojos sombreados por pestañas oscuras como el carbón, recorrieron su cuerpo de largas piernas cubierto por el vestido rosa fucsia, y ella se puso roja como la grana, avergonzándose por haberse esforzado tanto por ofrecerle la mejor apariencia posible en su situación.
–¿Estamos de celebración? –inquirió Esteban, estudiándola con intensidad hambrienta–. Me encanta ese vestido.
–Parecías complacido por lo de los gemelos –apuntó María con timidez, abrumada por sentirse objeto de toda su atención. Sus pezones se hincharon, rozando contra el encaje de las copas del sujetador que cubría sus henchidos senos. Un cosquilleo irresistible la obligó a apretar los muslos y retorcerse de vergüenza. Sin intentarlo siquiera, Esteban encendía una hoguera en su interior.
Algo primitivo llameó en la profundidad de los ojos de Esteban que, sin previo aviso, se inclinó hacia ella y la atrajo contra su poderoso cuerpo. Atrapó su boca con apasionada urgencia. María sintió un estallido de excitación y se quedó sin aire, por el clamoroso retumbar de su corazón y el efecto que él ejercía sobre todos sus sentidos.
–Dime que sí... –gruñó Esteban contra su cabello, dándole un instante para respirar. Ella se esforzó por no estremecerse cuando él deslizó los dedos bajo el borde del vestido y acarició sus muslos, acercándose peligrosamente al lugar en el que latía el punto más sensible de su cuerpo–. Sí, deseas esto tanto como yo.
Ella sentía el bulto sólido de su erección contra el estómago. Y que la deseara tanto hizo que algo se desatara en su interior, mientras la humedad se concentraba entre sus piernas. Débil como un recién nacido, asolada por un anhelo salvaje, clavó los dedos en sus hombros y se inclinó hacia él.
–Sí... –musitó incapaz de seguir conteniendo su inclinación natural, frenética por volver a sentirlo moverse en su interior, llevándola a niveles de sensación que no había creído posibles–. Sí...
Esteban no necesitó más invitación. La alzó en brazos y la llevó al dormitorio. Se dejó caer sobre la cama, con ella sobre el regazo, y le bajó la cremallera del vestido.
–Tengo la sensación de llevar esperándote una eternidad, glyka mou.
María alzó los dedos y los posó sobre su bella y testaruda boca. Se estremeció cuando él abrió los labios y succionó las puntas de sus dedos.
–Tú no estás acostumbrado a esperar, y yo no estoy acostumbrada a dar –le dijo.
Era verdad, porque demasiado a menudo había jugado sobre seguro para protegerse del riesgo del rechazo y el dolor. Pero Esteban, de alguna manera, había derrumbado sus defensas, abierto su corazón de par en par y conseguido que deseara darse. Se encontró con sus ojos encendidos de deseo sexual y la maravilló tener el poder de hacerle sentirse así. Un beso después, la estaba liberando del vestido y quitándole el sujetador para acariciar con delicadeza su pezones hinchados.
María se retorció contra Esteban, enredando los dedos en su espeso cabello para sujetarlo mientras lo besaba con toda la pasión que llevaba tanto tiempo reprimiendo.
Captando el mensaje de que la rapidez podía suponer una ventaja, Esteban la besó con fervor mientras se quitaba la chaqueta, la corbata y empezaba a desabotonarse la camisa.
Ella extendió sus dedos reverentes sobre su musculoso y bronceado torso, disfrutando de la fuerza y la virilidad de su poderoso cuerpo.
Él la levanto de su regazo, se deshizo de los pantalones y se tumbó en la cama a su lado. Pero no tardó más de un segundo en volver a incorporarse para contemplar su cuerpo semidesnudo con ojos ardientes como brasas.
–Te deseo tanto que es casi doloroso controlarme –gruñó Esteban, pasando un dedo juguetón por su ombligo, descendiendo después hacia su pubis y la zona más receptiva de su cuerpo, acariciando el triángulo de tela húmeda que lo cubría.
María arqueó la espalda y movió las caderas cuando la tocó; el deseo tronaba en su ser como un tambor pagano que llenaba sus oídos y sus pensamientos, hasta hacerle olvidarlo todo menos la destreza de sus manos en su excitada carne.
Él la liberó de la última barrera y, entreabriendo los delicados pliegues de carne rosada, introdujo un dedo en su interior. Ella gimió y se removió; lo deseaba tanto que le costaba soportar su caricia.
–Esta vez, quiero contemplar cómo llegas al orgasmo –le confió Esteban con voz ronca, atrapando sus pezones erectos con la boca y la lengua, al tiempo que sus dedos seguían volviéndola loca con su insistencia.
María no podía quedarse quieta. Ardía por él y se estremecía con una excitación y un nivel de deseo que era casi un tormento.
– Esteban, por favor –gimió.
Él alzó sus caderas y la penetró con tanta fuerza y profundidad que ella gritó de placer.
–Ardiente, húmeda, estrecha... –gruñó Esteban con sensual satisfacción–, khriso mou, mi sueño hecho realidad.
María se perdió en una oleada de deleite sensual. Él la cabalgó con abandono, dándole placer con embestidas fuertes y rápidas que llevaron su excitación a alturas inimaginables. Había perdido el control y su corazón tronaba mientras la hacía volar siguiendo su erótico ritmo. Cuando alcanzó el clímax, se contrajo sobre él, estallando en las devoradoras oleadas de placer que la asolaban.
–En una escala de uno a diez, esto ha sido un once, khriso mou –jadeó Esteban, liberándola de su peso para rodearla con un brazo y mantenerla cautiva junto a su largo cuerpo.
El comentario la conmocionó, cortando como una cuchilla el dulce capullo de relajación al que se estaba entregando su cuerpo; porque sabía demasiado bien que ella no tenía con quién compararlo en la cama.
Le hacía sentirse sucia que él pudiera estar comparándola con amantes pasadas, y se tensó en actitud defensiva.
El movimiento hizo que Esteban mirara los brazos que envolvían su cuerpo.
Sus pómulos se tiñeron de color, porque él mismo se sentía incómodo con un comportamiento tan raro en él. La liberó bruscamente, no sin antes depositar un beso en su frente fruncida.
–¿Hacia dónde nos dirigimos después de esto? –preguntó María.
Esteban odiaba ese tipo de preguntas, y pensó que era típico de María ponerlo en un apuro exigiéndole respuestas inmediatas.
–Solo es sexo –se evadió con tono seco–. Es mejor no darle demasiada importancia.
Con la cara ardiendo tras recibir esa degradante respuesta, María se quedó paralizada y apretó los dientes.
Esteban sabía que había dicho lo peor que podía decir, pero era demasiado arrogante para retractarse. Además, no sabía qué otra respuesta dar a su pregunta y ya estaba esquivando mentalmente todas las complicaciones que imaginaba tenía por delante. Ella llevaba dentro a sus hijos, y eso la convertía en mucho más que una amante. Se tensó, porque no estaba de humor para pensar en esa realidad y anhelaba olvidar por el momento esos pensamientos tan problemáticos y desconcertantes.
–Salgamos a cenar fuera –sugirió abruptamente.
–Pensaba cocinar.
Esteban no quería compartir una comida íntima en el piso, porque preveía más preguntas difíciles flotando sobre él como nubes de tormenta.
–No puedo quedarme mucho rato –le dijo, levantándose de la cama con gracia felina–. Vuelo a Australia mañana y después iré a Asia para comprobar cómo van nuestras operaciones allí. Estaré fuera bastante tiempo.
Sorprendida por esa primera referencia a su partida, María se incorporó, sintiéndose ridículamente sola y perdida. «Solo es sexo». Captaba la tensión en su perfil, en sus facciones duras como el granito. No quería que ella pusiera etiquetas erróneas a lo que acababan de hacer, ni que pretendiera imponerle algún tipo de compromiso. Podía estar embarazada de sus bebés y podía desear practicar el sexo con ella, pero no estaba dispuesto a ofrecerle una relación más seria.
Una vez más, había acabado en la cama con Esteban sin pensar en lo que estaba haciendo, sin preocuparse de lo que pensaba de ella ni preguntarse adónde conduciría todo.
El silencio de Esteban, su patente deseo de marcharse, le dieron una respuesta que no deseaba. Un nudo atenazó su garganta, impidiéndole tragar. Se sentía dolida, desesperadamente dolida y rechazada.
Era obvio que quería más de Esteban de lo que estaba recibiendo. Igual de obvio era que había pecado de orgullo al negarse a aceptar lo que él podía hacerle sentir. Una vez más, había ignorado los claros límites de su acuerdo, porque ni siquiera se atrevía a denominarlo relación.
–Si no tienes ganas de salir, pediré comida –ofreció Esteban, poniéndose la camisa y agarrando su chaqueta.
–Ya he comido –mintió ella. En ese momento lo odiaba más que a nadie en el mundo.
–Sabes que necesitas comer más cuando te pasas la mitad del día vomitando –le recordó Esteban con firmeza.
–Pide tú –María asintió, percibiendo su impaciencia. Salió de la cama, se puso la bata y desapareció en el cuarto de baño.
Nunca había sentido menos hambre en toda su vida, esa era la verdad. «Solo es sexo». Esas tres palabras la habían roto en mil pedazos, obligándola a reexaminar las consecuencias de permitir que Esteban pagara sus facturas y pusiera un techo sobre su cabeza. Se preguntó si la consideraba inferior por eso, si alguna vez había sentido el menor respeto por ella. «Solo es sexo».
Peor aún era que él hubiera comenzado a pensar en ella como su querida. ¿Tenía un hombre rico la menor consideración por una mujer a la que mantenía? María sabía que iba a tener que tomar una decisión muy desagradable, pero lo haría después, cuando Esteban se hubiera marchado.
En ese momento, hizo lo más valiente que había hecho en su vida, aparcó sus caóticos pensamientos, salió del cuarto de baño, se puso los únicos vaqueros que aún le valían y salió al salón, donde él ya estaba entretenido viendo las noticias financieras en la televisión.
Poco después llegó su pedido de comida coreana.
–Tienes que comer más –dijo Esteban de nuevo, tras observarla mordisquear algún bocado y empujar el resto de la comida por el plato, sin dejar de beber agua–. Estás quedándote ridículamente delgada.
El color tiñó sus mejillas y se desvaneció de inmediato, mientras se preguntaba si su delgadez le resultaba poco atractiva. Descansó los ojos azul intenso en su atractivo rostro, deteniéndose en las pestañas negras que ensombrecían sus ojos dorados, la línea recta de su nariz, los marcados pómulos y la bien definida boca. Tragó saliva e hizo una foto mental para el recuerdo, porque ya sabía que pasaría mucho tiempo antes de que volviera a verlo, si ese momento llegaba alguna vez.
–Te llamaré siempre que tenga oportunidad –le dijo Esteban ya en la puerta. Contempló su rostro, preguntándose cómo podía ser tan bella y tan dolorosamente vulnerable al mismo tiempo. Deseó poder llevarla de viaje con él, para tener algo por lo que volver cada noche a la que, en otro caso, sería una suite de hotel vacía. Pero reconoció para sí que ella necesitaba que la cuidaran, no viajar por el extranjero; él nunca había cuidado de nadie antes y no sabía cómo ni por dónde empezar a hacerlo.
Las lágrimas empapaban el rostro de María mientras consultaba los horarios de los trenes para planificar su viaje de vuelta al Distrito de los Lagos.
Sería una locura quedarse donde estaba, sabiendo que Esteban y ella buscaban cosas completamente distintas.
Ella quería mucho más que sexo, pero sospechaba que él seguía viéndola como poco más que una chica de compañía a la que había contratado por un precio exorbitante para que lo acompañara a la boda de su hermana.
No entendía cómo diablos había llegado a enamorarse de él. Aunque fuera fantástico en la cama, ¡era el hombre más insensible del mundo!
Sin embargo, las constantes llamadas y visitas de Esteban se habían convertido en lo más preciado para María en las últimas semanas.
Parpadeó para librarse de las lágrimas, avergonzada por su debilidad y por su intenso deseo de quedarse en Londres y conformarse con lo que fuera que él estuviera dispuesto a ofrecerle.
Esteban estaba apoyándola porque sabía que era responsable de que estuviera embarazada. Pero quizá no sintiera nada más por ella, excepto una primitiva atracción sexual. Eso no duraría mucho, cuando empezara a hincharse como un globo. No. María se dijo que tenía que romper la conexión mientras aún le quedara algo de orgullo. Acostarse con Esteban de nuevo había sido un grave error, pero seguir viviendo en el piso del que era propietario, sería un error incluso peor, fatal.
–¿María se ha ido? ¿Estás segura? –le gritó Esteban a su asistente personal por teléfono. Tras meses de llamadas sin respuesta y mucha preocupación, al final se había rendido y había pedido a Lupita que fuera al piso de María
–Bueno, el armario y los cajones están vacíos, pero ha dejado su colección de ositos de peluche en una caja, sobre la cama –le dijo Lupita, esforzándose por controlar el tono divertido de su voz–. Oh, espera, aquí hay un sobre con tu nombre escrito. Parece que te ha dejado una nota.
Esteban se moría de ganas por conocer el contenido de esa nota, pero se negaba a pedirle a su asistente personal que abriera el sobre y se la leyera por teléfono.
Algunas cosas eran privadas. Al otro extremo del mundo, miró sin ver la pared de la suite de hotel en la que se alojaba: María lo había abandonado.
Durante un instante, la ira lo electrizó. Estaba esperando dos hijos suyos, no tenía ningún derecho a desaparecer cuando él había estado haciendo todo lo posible para que se sintiera feliz y segura.
Su conciencia lo obligó a admitir que tal vez «todo» no fuera la palabra adecuada. Un pinchazo de remordimiento se impuso a la ira de sentirse traicionado.
En los meses que habían seguido al traslado de María a casa de su hermana Kat, todo había salido de forma muy distinta a lo que había esperado. María reconoció para sí que esa diferencia no implicaba necesariamente algo malo.
En primer lugar, su plan de ayudar a su hermana a gestionar la casa de huéspedes se había malogrado el primer día, cuando Kat admitió que el negocio iba muy mal y que, de hecho, estaba al borde de la bancarrota.
Por suerte, un ruso muy rico había aparecido de la nada para salvar la situación. Mikhail Kusnirovich había invitado a Kat a pasar unos días en su yate de lujo y actuar como anfitriona para sus invitados. Mientras Kat estaba fuera, María se había quedado en la granja para hacer compañía a su hermana pequeña, durante las vacaciones escolares.
Unas semanas después, Kat había admitido que Mikhail y ella se habían enamorado y que iba a mudarse a su mansión en la campiña de Georgia, Danegold Hall, para vivir con él como su compañera. Pocos meses después, Mikhail y Kat estaban casados.
Sin la compañía de su hermana mayor, excepto en algún fin de semana ocasional, que pasaba en el lujo de Danegold Hall, María había tenido que hacer uso de sus propios recursos.
Había aceptado un trabajo temporal como dependienta en un supermercado de la localidad, pero en ese momento estaba estudiando la posibilidad de abrir una tienda de regalos y cafetería en un local del pueblo, que estaba en alquiler.
Su nuevo cuñado, Mikhail, le había ofrecido fondos sin límite para iniciar su propio negocio.
–Me da igual cuánto cueste. Kat está enferma de preocupación por ti. Si ve que estás iniciando una nueva vida, con ingresos decentes, dejará de preocuparse por que vayas a ser madre soltera –le había dicho Mikhail a María alegremente, sin intentar siquiera ocultar que su motivación básica para hacerle ese ofrecimiento era hacer feliz a su hermana Kat.
Según pasaban los meses y su estado de gestación avanzaba, María había empezado a sentir náuseas con mucha menos frecuencia, y le resultaba mucho más fácil mantener un trabajo y cumplir un horario laboral de jornada completa.
Sin embargo, cuando su gemela, Saffy, había anunciado que iba a volver a casarse con su ex marido, Zahir, María había utilizado su salud como excusa para no asistir a la boda, algo de lo que seguía avergonzándose.
Su hermana se había convertido en la esposa del rey de Maraban y en la reina del país.
Como Saffy siempre había contado con una gran seguridad y dignidad innata, María creía que brillaría con luz propia en su papel de miembro de la realeza.
Por desgracia, su profunda infelicidad la había convencido de que sería un espectro de tristeza si asistía a la boda de su gemela y que su presencia oscurecería el gran día de su hermana.
Pero reconoció que, al fin y al cabo, sus hermanas ya le tenían lástima por estar embarazada y sola, y María se había dado cuenta de que Kat se reprimía a la hora de expresar su amor y afecto por Mikhail en su presencia. Estaba bastante segura de que la hermana soltera y embarazada había hecho bien quedándose en casa cuando contaba con la excusa perfecta.
Para evitar pensamientos tan negativos, María había dedicado cada momento libre a investigar a los artesanos locales para que le suministraran mercancía para la tienda de regalos, al tiempo que se informaba de los estrictos requisitos que exigía la apertura de una cafetería.
Ese proyecto la había mantenido muy ocupada.
Pero, aunque tenía muy poco tiempo para lamentarse, a menudo pasaba media noche en vela, recordando un delgado rostro moreno, sintiendo el mismo vacío que si hubiera perdido uno de los miembros de su cuerpo.
A pesar de que seguía resultándole imposible imaginar un futuro viable con Esteban, haberse alejado de él le había dolido muchísimo. Pero razonaba que habría sido una locura seguir revoloteando alrededor de la vida de Esteban, acostándose con él con la vana esperanza de que en algún momento él decidiera llevar la relación a otro nivel o asumiera un papel paternal cuando nacieran los gemelos.
Tenía que olvidarlo, y cuanto antes, se recordaba con impaciencia. En su opinión, ver demasiado de cerca la delirante felicidad de Saffy y Kat casadas con los hombres a los que amaban, no iba a acelerar su proceso de curación de un amor no correspondido. De hecho, el éxito y la felicidad de sus hermanas en ese sentido solo hacía que María se sintiera como una fracasada en el amor.
Por segunda vez en dos semanas, Esteban condujo hasta el Distrito de los Lagos. Había una revista de moda abierta en el asiento del pasajero, y cada vez que la veía rechinaba los dientes, atenazado por una feroz sensación de injusticia. En esa ocasión, Esteban no había tenido que pedir direcciones para llegar a su destino, porque sabía exactamente adónde iba.
Entró con el Ferrari en la granja, aparcó, se metió la revista en el bolsillo y saltó del coche para correr con impaciencia hacia la puerta.
María gruñó al oír el timbre de la puerta, porque estaba amasando hojaldre y tenía las manos cubiertas de harina. Se las limpió en el delantal, sorprendiéndose como siempre al sentir la firme curva de su vientre arqueándose hacia fuera. Tenía el tamaño de una casa pequeña, lo que, según el médico local, era normal cuando se esperaban gemelos. Fue hacia la puerta y la abrió. Sus pestañas aletearon sobre los ojos azules cargados de sorpresa cuando vio al hombre alto y de pelo negro que ensombrecía el umbral.
Vestido con un traje oscuro y un chaquetón de cachemira, Esteban la escrutó con una intensidad malhumorada y los ojos entrecerrados y brillantes como azabache pulido.
–Sorpresa... sorpresa...
continuara....
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Bajo el sol
RomanceLa irresistible atracción que sentía por su jefe hizo que se dejara seducir por él ¿Qué hacía la foto de su becaria en la página web de una agencia de señoritas de compañía? Esteban no sabía qué le sorprendía más, si su doble vida o su impresionante...