Inclinó su cabeza hasta que su cabello tocó el suelo, su frente seguía en el aire, su espada frente a su cabeza, horizontal, y sus palmas en el piso helado. Recitó una vez la plegaria que toda su vida había repetido:
«El cuerpo impuro en el mundo, a las alturas del cielo, el alma se alza con el Sol».
Y luego, alzó la cabeza, tomó su espada, se levantó con la pierna ilesa, y juntó sus manos alrededor la empuñadura. Inclinó la cabeza un poco.
Y se estremeció. Al menos estaba solo, si aquel accidente hubiera sucedido antes... No hubiera terminado bien.
Alzó la mirada al Rey Kirán, al Rey Buitre. El tallado de la estatua en roca seguía intacto como lo recordaba de siempre, sus ojos seguían igual de severos y veían hacia abajo como siempre.
Al darse cuenta del agujero en su estómago, de su respiración entrecortada y sus hombros tensos por mirar a la estatua, cerró los ojos. ¿Qué le sucedía? No podía permitirse sentirse así. Era su deber confesar su error, ya no había nadie ahí, pero era su deber... Aunque fuera una estatua.
Era lo correcto, lo que sus maestros esperaban de él.
—Ha entr-...
Su voz sonó ronca, el nudo en su garganta se había atado, aunque era el único ahí. Era un tonto, era un tonto. Enderezó su espalda, incluso si había errado, ¿quién estaba ahí para castigarlo?
—Lo lamento —dijo e inclinó la cabeza, recordó las palabras que había recitado cien veces antes—. Fui imprudente, he deshonrado los principios y traicioné los ideales... Alguien entró a la Cámara del Tesoro Negro por mi ineptitud y mi estupidez.
Solo respondió el silencio, y en él, solo su respiración pesada y lenta. Alzó la cabeza, la cara de Kirán seguía igual que siempre: seria. Y envainó su espada en su cintura, se dio la vuelta y salió del Santuario del Buitre.
Lejos de los ojos del rey, de los buitres en los vitrales, y de los recuerdos de la severidad de años pasados, respiró de nuevo con calma.
El aire era mucho menos denso afuera. Y caminó por la noche alumbrada por lámparas de Sol pálidas como fantasmas a través de los pasillos de basalto.
Lo había pensado mil veces antes, muchísimas durante su juventud, y aunque la mayoría de los pensamientos los dejaba ir como las plumas de buitre con el viento, aquel seguía incrustado en su cabeza: ¿Qué pensaría el Rey Kirán de él? ¿Del último de todos sus guardianes?
Y al solo pensarlo, algo apretaba en su garganta como queriendo asfixiarlo. Pero él seguía ahí, en pasillos solitarios y pulcros, rodeado de aire frío. Aunque los rostros de sus maestros iban a su mente, sabía lo que pensaban, se lo podía imaginar, podía escuchar sus palabras detrás de él.
Era su culpa, su estómago se apretó. Sacudió su cabeza, y miró en la dirección de la Cámara, necesitaba confirmar, necesitaba asegurarse de que sí había pasado algo.
Con paso rápido caminó hasta el final del pasillo, luego trotó doblando una esquina, su herida punzó en su pierna, y terminó arrastrándola en algún punto. Todavía no la había desinfectado, la miró, ni siquiera se había cambiado, y tampoco la había lavado. Ahora una mancha seca y rígida estaba adherida a su piel.
¿Habría salido de ese lugar? ¿Habría tomado algún tesoro?
Cuando atravesó el marco ojival, el cuarto a la entrada de la Cámara estaba en oscuridad, justo como la había dejado. En el rabillo de su ojo, la nieve descendía detrás del vitral. Caminó en silencio. Las baldosas estaban oscurecidas en algunas partes cercanas a la entrada, era su sangre. Debía limpiarla —se recordó—.
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La muerte en las montañas y el rey buitre | La Herencia Solar #1
FantasyDurante mil años el Templo del Rey Kirán ha permanecido inamovible y protegido por sus guardianes: hombres y mujeres sin nombre con el deber de proteger su castillo entre las montañas. Aquel viejo templo posee los tesoros más hermosos de todo el mun...