La suave luz de invierno se atenuó a través de los vitrales del templo, reptó por las escaleras como un pájaro agonizando, y se arrastró hasta un pequeño espejo circular en el suelo. El halo se reflejó a un cristal de diamante en la punta de un arco ojival, sobre dos puertas oscuras de quizá cinco metros de altura, y entonces, los engranajes crujieron como cada año del último milenio.
Era otra vez ese tiempo en el año, el único día en que la Cámara del Tesoro Negro se abría: solsticio de invierno, justo antes del anochecer y después de la puesta de Sol en las Montañas del Viento Oeste.
Estaba acostumbrado desde que era niño a ese día. Cada año sus maestros habían hecho lo mismo, algunas veces ayudó, otras no. Pero aquella vez era diferente, no había ningún maestro, estaba solo.
Apretó la espada en su mano.
Cuando las bisagras terminaron de chirriar, bajó con calma paso por paso, se volvió y se paró de espaldas a la Cámara. Mantuvo su espada a su lado, baja, sin que la punta tocara el suelo, pero tampoco la levantó. No podía permitirse cansar su brazo antes de que sucediera algo.
Mientras que otras cámaras en el templo contenían riquezas invaluables como joyas, oro, pinturas y libros, la Cámara del Tesoro Negro contenía todos los artilugios sagrados y peligrosos de Kirán. Todo lo que había dejado después de conquistar Miriasia estaba ahí. O eso había oído de sus maestros, y sus maestros a su vez de otros maestros.
No estaba seguro de que existieran tales tesoros, pero se debía a que no se le permitía entrar ni husmear, ni siquiera podía echar un vistazo cuando se abría. Y desde pequeño, siempre había escuchado las mismas palabras:
«Tú propósito aquí es servir al templo y protegerlo, así como esperar a los devotos, rezar al Rey Buitre y no husmear». Y estaba seguro de que sus maestros muertos también habían escuchado esas mismas palabras durante toda su vida.
Era uno de los mantras de los guardianes. Algo de lo único que les pertenecía.
Entre lo más importante, lo que movía la vida de todos los guardianes anteriores y la de él era proteger aquel lugar con su alma, cuerpo y mente, con su vida y con todo lo que tenían, sobre todas las cosas y sobre todos los placeres. El templo era primero. Y arriba del templo, proteger la Cámara del Tesoro Negro en solsticio era el deber más importante. No había nada más.
El Rey Buitre, el más sabio de los sabios, el más libre de los liberados murió. Ni el cristal en la puerta, ni el espejo en el suelo podrían romperse, el vitral no podía cubrirse y Caldeniria seguiría rotando alrededor del Sol como cada año, las leyendas no dejarían de atraer cazarrecompensas. Los guardianes solo podían proteger la cámara, solo podían arriesgar sus vidas. No había alternativa.
No había nada más.
Un ruido interrumpió sus pensamientos, y el silencio cedió. Sus músculos se tensaron y su corazón golpeó contra su garganta. El sonido del metal desvainándose llenó el templo, y el brilló metálico del choque de espadas iluminó sus ojos. Había reaccionado justo a tiempo, y ahora el metal chirriaba contra el metal.
Era un caballero con una coraza blanca con florituras, y botas también blancas con flores. Además de eso, su cuerpo entero estaba desprotegido. Llevaba una capa corta, y su estilo de cabello mostraba que no era de Istralandia, o por lo menos, no era fiel de Kirán.
Apretó su espada y mantuvo la posición firme. Sus pies dejaron de resbalarse en las baldosas.
Se miraron a los ojos sin atreverse a mover sus espadas, hasta que el pie del guerrero resbaló y el filo crujió. Ambos retrocedieron por fin, y el guerrero levantó la barbilla.
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La muerte en las montañas y el rey buitre | La Herencia Solar #1
FantasíaDurante mil años el Templo del Rey Kirán ha permanecido inamovible y protegido por sus guardianes: hombres y mujeres sin nombre con el deber de proteger su castillo entre las montañas. Aquel viejo templo posee los tesoros más hermosos de todo el mun...