La historia de Ana

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—¿Sabe una cosa? —dijo Ana confidencialmente—. Estoy resuelta a disfrutar de este paseo. Tengo una gran experiencia al respecto, y sé que se puede disfrutar de todo cuando uno está firmemente decidido a ello. Por supuesto, hay que estar firmemente decidido. Durante nuestro paseo no voy a pensar en que tengo que volver al asilo. Sólo voy a pensar en el paseo. Oh, mire, allí hay una temprana rosa silvestre. ¿No es preciosa? ¿No le parece que debe ser muy bonito ser una rosa? ¿No sería maravilloso que las rosas pudieran hablar? Estoy segura de que podrían contarnos historias fantásticas. ¿Y no es el rosa el color más fascinante del mundo? Lo adoro, pero no puedo usarlo. Las personas de cabello rojizo no pueden usar ropa color rosa, ni aun en la imaginación. ¿Ha sabido alguna vez de alguien que tuviera el pelo rojo de joven y que se le haya cambiado a otro color al crecer?

—No, no creo haberlo oído nunca —dijo Marilla sin piedad— y tampoco creo que sea probable que te ocurra a ti. Ana suspiró.

—Bueno, otra esperanza que se pierde. Mi vida es un perfecto cementerio de esperanzas muertas. Esta frase la leí una vez en un libro y me la repito siempre para consolarme cuando estoy desilusionada por algo.

—No veo dónde está el desconsuelo —dijo Marilla.

—Pues porque suena tan bello y romántico como si yo fuera la heroína de un libro. Me encantan las cosas románticas; y un cementerio lleno de esperanzas muertas es lo más romántico que uno pueda imaginarse, ¿no es cierto? Casi estoy contenta de que mi vida lo sea. ¿Vamos a cruzar el Lago de las Aguas Refulgentes hoy?

—Hoy no pasaremos por la laguna de Barry, si es eso lo que quieres decir. Vamos por el camino de la costa.

—«Camino de la costa» suena muy hermoso —dijo Ana soñadoramente—. ¿Es tan hermoso como suena? ¡En el mismo instante en que usted dijo «camino de la costa» lo vi como un cuadro en mi mente! Y también White Sands es un lindo nombre; pero no me gusta tanto como Avonlea. Avonlea es un nombre encantador. Suena como música. ¿Queda muy lejos White Sands?

—A unos ocho kilómetros; y como veo que estás resuelta a hablar, hazlo con algún beneficio, contándome todo lo que sepas sobre ti misma.

—Oh, lo que sé sobre mí misma realmente no vale la pena —dijo Ana ansiosamente—. Si me permitiera contarle lo que imagino, lo encontraría mucho más interesante.

—No, no quiero ninguna de tus fantasías. Atente sólo a la verdad. Comienza por el principio. ¿Dónde has nacido y cuántos años tienes?

—Cumplí once años en marzo —dijo Ana resignándose a la verdad con un pequeño suspiro—. Y nací en Bolingbroke, Nueva Escocia. El nombre de mi padre era Walter Shirley y era maestro en la Escuela Superior de Bolingbroke. Mi madre se llamaba Bertha Shirley. ¿No es cierto que Walter y Berth son nombres preciosos? ¡Estoy tan contenta de que mis padres tuvieran unos nombres tan bonitos! Sería una verdadera desgracia el tener un padre llamado... bueno, digamos Jedediah, ¿no es cierto?

—Creo que lo que tiene importancia no es cómo se llame una persona, sino cómo se comporte —dijo Marilla sintiéndose obligada a inculcar una moral sana y útil.

—Bueno, no sé —dijo Ana pensativamente—. Leí una vez en un libro que si la rosa tuviera otro nombre su fragancia sería la misma, pero no puedo convencerme de que sea cierto. No puedo creer que una rosa fuera tan linda si se llamara cardo o calabaza. Supongo que mi padre podría haber sido un buen hombre aunque se hubiera llamado Jedediah, pero estoy segura que tal nombre habría sido una carga para él. Bien; mi madre también era maestra en la Escuela Superior, pero cuando se casó conpapá abandonó el magisterio. Un marido ya es suficiente responsabilidad. La señora Thomas dijo que eran un par de criaturas, y tan pobres como las ratas. Fueron a vivir a una pequeña casita amarilla en Bolingbroke. Nunca la he visto, pero me la he imaginado miles de veces. Estoy segura de que tenía madreselvas sobre la ventana de la sala, y lilas en el jardín y lirios del valle a la entrada. Sí, y cortinas de muselina en todas las ventanas. Las cortinas de muselina dan un aspecto muy bonito a una casa. Yo nací en esa casa. La señora Thomas dijo que yo era la niña más fea que había visto, toda huesos y ojos, pero que para mamá era guapísima. Yo debería pensar que una madre sería mejor juez que una pobre mujer que servía para fregar, ¿no le parece? De cualquier modo me alegra el que mamá estuviera satisfecha conmigo. Me sentiría muy triste si supiera que había sido una desilusión para ella, porque no vivió mucho después de aquello, ¿sabe? Murió de fiebre cuando yo tenía tres meses. ¡Cuánto deseo que hubiera vivido más tiempo para poder recordar el llamarla mamá! Pienso que debe ser muy dulce decir «mamá», ¿no es cierto? Y papá murió cuatro días después, de fiebre también. Me quedé huérfana y los vecinos no sabían qué hacer conmigo, según dijo la señora Thomas. Verá usted, nadie me quería, ni aun entonces. Parece ser mi destino. Mamá y papá habían llegado de lugares muy distantes y era sabido que no tenían parientes. Finalmente la señora Thomas se hizo cargo de mí, a pesar de que era pobre y tenía un marido que estaba siempre borracho. Ella me crió con biberón. ¿Sabe usted si las personas criadas con biberón deben ser por esa razón mejores que las otras? Porque cada vez que la desobedecía, la señora Thomas me preguntaba, como reprochándome, cómo podía ser una niña tan mala, cuando ella me había criado con biberón. El señor y la señora Thomas se mudaron de Bolingbroke a Marysville, y viví con ellos hasta que tuve ocho años. Yo ayudaba a criar a los niños de los Thomas —había cuatro menores que yo— y puedo asegurarle que daban muchísimo trabajo. Luego el señor Thomas murió al caer bajo un tren, y su madre se ofreció a hacerse cargo de la señora Thomas y los chicos, pero no de mí. Así que le tocó a la señora Thomas verse en apuros, como decía ella, respecto a mí.Entonces llegó la señora Hammond, que vivía aguas arriba, y dijo que me acogería, al ver que tenía práctica con los niños; y remonté el río para vivir con ella en un pequeño claro entre los bosques. Era un lugar muy solitario. Estoy segura de que nunca hubiera podido vivir allí de no tener imaginación. El señor Hammond tenía un pequeño aserradero y la señora Hammond tenía ocho hijos. Tuvo mellizos tres veces. Me gustan los niños con moderación, pero mellizos tres veces seguidas es demasiado. Así se lo dije a la señora Hammond cuando llegó el último par. Era terrible lo que cansaba el llevarlos en brazos.

»Viví allí durante dos años, y entonces murió el señor Hammond y la señora vendió la casa. Distribuyó sus hijos entre parientes, y se fue a los Estados Unidos. Yo tuve que ir al asilo porque nadie me quiso. Tampoco me querían en el asilo; decían que tenían ya muchos niños, y así era. Pero tuvieron que aceptarme y estuve cuatro meses, hasta que llegó la señora Spencer.

Ana terminó con otro suspiro, esta vez de alivio. Evidentemente no le gustaba hablar de sus experiencias en un mundo que le había sido tan hostil.

—¿Has ido a la escuela? —preguntó Marilla, dirigiendo la yegua alazana hacia el camino de la costa.

—No mucho. Fui un poco durante el último año que estuve con la señora Thomas. Cuando remonté el río estábamos tan lejos de una escuela que no podía caminar hasta ella en invierno, y en verano había vacaciones, de manera que sólo podía ir en primavera y otoño. Pero, por supuesto, fui mientras estuve en el asilo. Puedo leer bastante bien y sé algunas poesías de memoria: «La Batalla de Hohelinden» y «Edimburgo después de Flodden», y «Bingen en el Rin», y muchos de «La Dama del Lago» y más de «Las Estaciones» de James Thompson. ¿No ama usted la poesía, la poesía que le hace correr un estremecimiento por la espalda? Hay una parte en el quinto libro de lectura: «El ocaso de Polonia», que justamente está llena de estremecimientos. Por supuesto no me tocaba el quinto libro, sino el cuarto, pero las niñas mayores acostumbraban prestarme los suyos para que leyera.

—¿Esas mujeres, la señora Thomas y la señora Hammond, fueron buenas contigo? —preguntó Marilla espiando a Ana con el rabo del ojo.

—O-o-o-h —balbuceó Ana. Su sensitiva carita enrojeció embarazosamente y enarcó las cejas—. Oh, querían serlo; sé que tenían intenciones de ser tan buenas y amables como fuera posible. Y cuando la gente quiere ser buena con uno, no se le da mucha importancia si no lo consiguen del todo siempre. Tenían muchas cosas por las que preocuparse, ¿sabe? Es muy angustioso tener un marido borracho; y debe de ser muy penoso tener mellizos tres veces, ¿no le parece? Pero estoy segura que se proponían ser buenas conmigo.

Marilla no hizo más preguntas. Ana guardó silencio, fascinada por el camino de la costa, y Marilla guiaba la yegua también abstraída, mientras reflexionaba profundamente.

Repentinamente la pena por la niña había inundado su corazón. ¡Qué vida tan desamparada y sin cariño había tenido! Una vida de miseria, pobreza y desdén; porque Marilla era lo suficientemente perspicaz como para leer entre líneas en la historia de Ana y adivinar la verdad. No en vano había estado tan entusiasmada ante la idea de tener un verdadero hogar. Era una pena que tuviera que ser devuelta. ¿Qué ocurriría si ella, Marilla, accedía al irresponsable capricho de Matthew y la dejaba quedarse? Matthew estaba encaprichado y Ana parecía una niña buena y dócil. «Habla demasiado —pensó Marilla—, pero se le puede quitar esa costumbre. Y no hay nada rudo o vulgar en lo que dice. Es delicada. Es probable que sus padres fueran buena gente.»

El camino de la costa era «boscoso, salvaje y solitario». A la derecha, montes de pinos, cuyos espíritus permanecían imbatibles después de largos años de lucha con los vientos del golfo, crecían densamente. A la izquierda estaban los empinados acantilados, tan cerca del camino en algunos lugares, que una yegua de menos estabilidad que la alazana habría puesto a prueba los nervios de las personas que iban detrás de ella. En la falda de los acantilados había rocas erosionadas o pequeñas ensenadas de arena con guijarros incrustados corno joyas del océano; másallá, el mar brillante y azul, y sobre éste se remontaban las gaviotas con sus alas plateadas bajo la luz del sol.

—¿No es maravilloso? —dijo Ana despertando de un largo y ensimismado silencio—. Una vez, cuando vivía en Marysville, el señor Thomas alquiló un coche y nos llevó a todos a pasar el día a la playa, que quedaba a quince kilómetros de distancia. Aun teniendo que vigilar constantemente a los niños disfruté cada uno de los minutos de aquel día. Volví a vivir esos momentos en sueños durante muchos años. Pero esta playa es más hermosa que la de Marysville. ¿No son espléndidas esas gaviotas? ¿Le gustaría ser gaviota? Yo creo que a mí sí; eso es, si no pudiera ser un ser humano. ¿No cree que sería bonito despertarse con los rayos del sol y zambullirse dentro del agua y salir otra vez, y así durante todo el día? ¿Y luego, por la noche, volar de vuelta al nido? Puedo imaginarme haciéndolo. ¿Qué es esa casa grande que hay allí enfrente?

—Es el hotel de White Sands. El dueño es el señor Kirke, pero la temporada no ha comenzado aún. Vienen montones de americanos a pasar el verano. Piensan que es la playa más adecuada.

—Temía que fuera la casa de la señora Spencer —dijo Ana tristemente—. No tengo ganas de llegar. Tengo la sensación de que será el fin de todo.

Ana la de Tejas VerdesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora