Matthew Cuthbert se lleva una sorpresa

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Matthew Cuthbert y la yegua alazana recorrieron lentamente los doce kilómetros que había hasta Bright River. Era un bonito camino que corría entre bien dispuestas granjas, bosquecillos de pino y una hondonada llena de flores de los cerezos silvestres. El aire estaba perfumado por varios manzanos y los prados se extendían en la distancia hasta las brumas perlas y púrpuras del horizonte, mientras

Los pajarillos cantaban como si fuera

el único día de verano de todo el año.

Por su manera de ser, Matthew gozaba del paseo, excepto cuando se cruzaba con mujeres y tenía que saludarlas con un movimiento de cabeza, pues en la isla del Príncipe Eduardo se supone que hay que saludar así a quienquiera se encuentre en el camino, tanto si se le conoce como si no.

Matthew sentía terror por todas las mujeres, exceptuando a Marilla y Rachel; sentía la incómoda sensación de que aquellas misteriosas criaturas se estaban riendo de él. Hubiera estado bastante acertado en pensarlo, pues era un extraño personaje, de desmañada figura, largos cabellos gris ferroso que llegaban hasta sus encorvados hombros y castaña y poblada barba que llevaba desde que cumpliera los veinte años. Es verdad, a los veinte tenía casi el mismo aspecto que a los sesenta, salvo el poquito de gris en los cabellos.

Cuando llegó a Bright River no había signo de tren alguno; pensó que era demasiado temprano, de manera que ató el caballo en el patio del pequeño hotel del lugar y fue a la estación. El largo andén habría estado desierto, a no ser por una niña sentada sobre un montón de vigas en el extremo más lejano.

Matthew, notando apenas que era una niña, cruzó frente a ella tan rápido como pudo, sin mirarla. De haberlo hecho, no hubiera podido dejar de percibir la tensa rigidez y ansiedad de su actitud y expresión. Estaba allí sentada, esperando algo o a alguien y, ya que sentarse y esperar era lo único que podía hacer, se había puesto a hacerlo con todos sus sentidos.

Matthew encontró al jefe de estación cerrando la taquilla, preparándose para ir a cenar a su casa, y le preguntó si llegaría pronto el tren de las cinco y treinta.

—El tren de las cinco y treinta ha llegado y ha partido hace media hora —contestó el rudo funcionario—. Pero ha dejado un pasajero; una niña. Está sentada allí en las vigas. Le pedí que fuera a la sala de espera para damas, pero me informó gravemente que prefería quedarse afuera. «Hay más campo para la imaginación», dijo. Yo diría que es un caso.

—No estoy esperando a una niña —dijo Matthew inexpresivamente—. He venido por un muchacho. Debía estar aquí. La señora de Alexander Spencer debía traérmelo de Nueva Escocia.

El jefe de estación lanzó un silbido.

—Sospecho que hay algún error —dijo—. La señora Spencer bajó del tren con esa muchacha y la dejó a mi cargo. Dijo que usted y su hermana la iban a acoger y que usted llegaría a su debido tiempo a buscarla. Eso es cuanto sé a ese respecto; y no tengo más huérfanos ocultos por aquí.

—No comprendo —dijo Matthew desvalidamente, deseando que Marilla estuviese a mano para hacerse cargo de la situación.

—Bueno, mejor pregunte a la muchacha —dijo descuidadamente el jefe de estación—. Me atrevería a decir que podrá explicarlo; tiene su propio idioma, eso es cierto. Quizá se les habían acabado los muchachos de la clase que ustedes querían.

Se marchó corriendo, pues tenía hambre, y el pobre Matthew quedó para hacer algo más difícil para él que buscar a un león en su guarida: caminar hasta una muchacha, una extraña, una huérfana, y preguntarle por qué no era un muchacho. Matthew gimió para sus adentros mientras se volvía y recorría lentamente el andén.

Ana la de Tejas VerdesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora