Ana pide perdón

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Marilla nada dijo a Matthew del episodio de aquella tarde, pero como Ana no había dado su brazo a torcer, a la mañana siguiente debió dar una explicación de su ausencia en la mesa. Relató todo a su hermano, teniendo cuidado de destacar la enormidad de la conducta de la niña.

—Ha estado bien que alguna vez le contestaran a Rachel Lynde; es una vieja chismosa y entrometida —fue la consoladora respuesta de Matthew.

—Matthew Cuthbert, me sorprendes. ¡Sabes muy bien que el comportamiento de Ana ha sido horrible y sin embargo te pones de su parte! Supongo que tu próxima opinión será que no debemos castigarla.

—Bueno, no, no exactamente —dijo Matthew incómodo—. Creo que debemos castigarla un poco. Pero no seas demasiado dura con ella, Marilla. Recuerda que nunca tuvo a nadie que la educara bien. ¿Vas... vas a darle algo para que coma?

—¿Cuándo has oído que yo mate de hambre a la gente para que se porte correctamente? —preguntó Marilla, indignada—. Ella tendrá las comidas de costumbre y yo se las llevaré. Pero se ha de quedar allí hasta que pida perdón a la señora Lynde; está decidido, Matthew.

El desayuno, el almuerzo y la cena pasaron en silencio, pues Ana permanecía obstinada. Después de cada comida, Marilla iba a la buhardilla con una bandeja llena y la volvía a bajar sin disminución notable. Matthew contempló el último descenso con ojos azorados. ¿Había comido algo Ana?

Cuando Marilla salió al anochecer a reunir las vacas, Matthew, que había estado en el establo a la expectativa, se deslizó dentro de la casa con el aire de un ladrón, subiendo al piso superior. Generalmente, Matthew andaba entre la cocina y su pequeño dormitorio cerca del vestíbulo; alguna vez entraba en la sala o en el comedor, cuando el pastor venía a tomar el té. Pero desde la primavera en que ayudara a Marilla a empapelar el dormitorio de los huéspedes, y eso había ocurrido hacía cuatro años, no se había aventurado a subir.

Cruzó el pasillo de puntillas y se quedó durante varios minutos ante la puerta de la buhardilla, antes de reunir valor suficiente para llamar suavemente y entreabrir la puerta.

Ana estaba sentada en la silla amarilla, junto a la ventana, contemplando tristemente el jardín. Parecía muy pequeña e infeliz, y a Matthew se le encogió el corazón. Cerró suavemente la puerta y se acercó de puntillas.

—Ana —murmuró como si temiera que le oyeran—, ¿cómo lo estás pasando?

Ana le dedicó una sonrisa inexpresiva.

—Bastante bien. Imagino muchas cosas y eso me ayuda a pasar el tiempo. Desde luego, es bastante solitario. Pero quizá me acostumbre también a ello.

Ana volvió a sonreír, afrontando con valentía los largos años de prisión que la esperaban.

Matthew recordó que debía decir sin pérdida de tiempo lo que había ido a decir, no fuera que Marilla volviera prematuramente.

—Bueno, Ana, ¿no te parece que será mejor que lo hagas y termines el asunto? —murmuró—. Tarde o temprano deberás hacerlo, pues Marilla es una mujer muy tozuda. Hazlo ahora y acaba de una vez.

—¿Quiere decir que le pida disculpas a la señora Lynde?

—Sí, pedir disculpas, eso es —dijo vivamente Matthew—. Calmarla, por decirlo así. Ahí es donde estaba tratando de llegar.

—Supongo que podría hacerlo por usted —dijo Ana pensativamente—. Sería bastante cierto si dijera que lo siento, porque ahora lo siento. Anoche, no. Estaba completamente enfurecida, y lo estuve toda la noche. Lo sé porque me desperté tres veces y las tres estaba furiosa. Pero esta mañana todo había pasado. Ya no estaba enfadada. Me sentía terriblemente avergonzada de mí mis-ma. Pero no podía pensar en ir a decírselo a la señora Lynde. Sería muy humillante. Me decidí a quedarme encerrada antes de hacerlo. Pero por usted soy capaz de cualquier cosa, si es que lo quiere...

Ana la de Tejas VerdesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora