Matthew insiste en las mangas abollonadas

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Matthew estaba en su mal cuarto de hora.

Había entrado en la cocina en un oscuro atardecer de diciembre, frío y gris, se había sentado sobre el banquillo del rincón para sacarse sus pesadas botas, indiferente al hecho de que Ana y un grupo de sus compañeras estaban en la estancia ensayando «La Reina de las Hadas». Repentinamente llegaron corriendo y charlando alegremente. No vieron a Matthew, quien se echó atrás tímidamente, refugiándose en las sombras con una bota en una mano y el sacabotas en la otra. Las observó cautelosamente durante el cuarto de hora de que hablamos antes, que fue cuanto tardaron en ponerse sus gorros y chaquetas y en comentar la comedia y el concierto. Ana se encontraba entre ellas, con los ojos tan brillantes y tan animada como las demás; pero de pronto notó que había algo que la diferenciaba de sus compañeras. Y lo que preocupó a Matthew fue que esta diferencia le impresionaba como algo que no debía existir. Ana tenía el rostro más vivo y los ojos más delicados que las demás; hasta el simple y poco perspicaz Matthew había aprendido a notar esas cosas; pero la diferencia que le perturbaba no consistía en ninguno de estos aspectos. ¿En qué consistía, entonces?

Matthew continuó con este interrogante mucho después de que las niñas se hubieran ido, cogidas del brazo, por la escarchada senda, y Ana se diera a sus libros. No podía recurrir a Marilla, quien, con toda seguridad, bufaría desdeñosamente y diría que la única diferencia entre Ana y las otras niñas era que ellas tenían siempre la lengua quieta y Ana no. Esto, pensaba Matthew, no serviría para mucho.

Para disgusto de Marilla, había recurrido a su pipa para que le ayudara a estudiar el asunto. Después de dos horas de fumarla y de ardua reflexión, Matthew llegó a la solución de su problema. ¡Ana no estaba vestida como sus compañeras!

Más pensaba Matthew en el asunto, más se convencía de que Ana nunca había estado vestida como las demás niñas, nunca desde que había llegado a «Tejas Verdes». Marilla la vestía con ropas simples y oscuras, hechas todas con el mismo e invariable modelo. Si Matthew sabía que había algo llamado moda en el vestir, no podemos asegurarlo; pero estaba completamente seguro de que las mangas que usaba Ana no eran como las que usaban las otras niñas. Recordaba al grupo de chiquillas que había visto aquella tarde junto a ella, todas con alegres ropas rojas, azules, rosadas y blancas, y se preguntaba por qué Marilla siempre la tenía vestida sencilla y sobriamente.

Por supuesto, esto debía estar bien. Marilla sabía más y Marilla la estaba criando. Probablemente había algún motivo sensato e inescrutable. Pero seguramente no había mal alguno en dejar que la niña tuviera un vestido bonito, alguno parecido a los que siempre llevaba Diana Barry. Matthew decidió que le regalaría uno; eso no sería considerado como un paso intempestivo de su parte.

Sólo faltaban quince días para Navidad. Un vestido nuevo seria un regalo perfecto. Matthew, con un suspiro de satisfacción, dejó su pipa y se fue a dormir, mientras Marilla abría todas las puertas para airear la casa.

A la tarde siguiente, Matthew se dirigió a Carmody para comprar el vestido, dispuesto a acabar de una vez con el asunto. Estaba seguro de que no sería tarea fácil.

Había algunas casas donde Matthew podía comprar haciendo buen negocio, pero sabía que al ir a comprar un vestido de niña quedaría a merced de los tenderos.

Después de mucho dudar, Matthew decidió ir a la tienda de Samuel Lawson en vez de la de William Blair.

En realidad, los Cuthbert siempre compraban en casa de William Blair; era para ellos una especie de compromiso, como el de asistir a la iglesia y votar por los conservadores. Pero frecuentemente las dos hijas de William Blair atendían el negocio y Matthew sentía por ellas un absoluto pavor. Podía darse maña para tratar con ellas cuando sabía exactamente lo que deseaba y podía indicarlo, pero en un asunto como éste, que requería explicación y consulta, Matthew sentía necesidad de que hubiera un hombre detrás del mostrador. De manera que iría a lo de Lawson, donde Samuel o su hijo le atenderían.

Ana la de Tejas VerdesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora