El invierno en la Academia de la Reina

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La nostalgia de Ana fue disipándose, en su mayor parte gracias a las visitas que hacía a «Tejas Verdes» cada fin de semana. Mientras el buen tiempo duró, los estudiantes de Avonlea iban a Carmody todos los viernes por la noche en el nuevo ferrocarril. Diana y varias otras jóvenes de Avonlea iban a esperarlos y todos juntos se dirigían hacia el pueblo alegremente. Ana pensaba que aquellos paseos de los viernes por la noche por las colinas otoñales, el aire cortante, con las luces de Avonlea titilando al frente, eran las mejores horas de toda la semana.

Gilbert Blythe casi siempre caminaba junto a Ruby Gillis y le llevaba la maleta. Ruby era una joven muy hermosa que ya se consideraba muy mayor; llevaba las faldas tan largas como su madre se lo permitía y en la ciudad peinaba su cabello hacia arriba, aunque tenía que soltárselo cuando iba a su casa. Tenía los ojos grandes y brillantes y una rolliza y vistosa figura. Reía mucho, era alegre y de buen carácter y disfrutaba francamente de las cosas agradables de la vida.

—Pero yo no creo que sea la clase de joven que le pueda gustar a Gilbert —le dijo Jane a Ana. Ana tampoco lo creía, pero no lo hubiera reconocido ni por la beca Avery. Tampoco podía evitar pensar que sería muy agradable tener un amigo como Gilbert para reír y charlar con él y cambiar ideas sobre libros, estudios y ambiciones. Sabía que Gilbert las tenía y Ruby Gillis no parecía la clase de persona con quien poder discutirlas con provecho.

Ana no abrigaba tontas ideas sentimentales respecto a Gilbert. Los chicos eran para ella, cuando se detenía a considerarlos, posibles buenos compañeros. Si ella y Gilbert hubieran sido amigos, no le hubiera importado que hubiera tenido otras amigas o hubiera paseado con ellas. Hacía amigas con facilidad; amigos tenía muchos, pero poseía una vaga conciencia de que la amistad masculina podía también ser provechosa para completar las propias concepciones del compañerismo. Pensaba que si Gilbert la hubiera acompañado alguna vez hasta su casa desde el tren podrían haber mantenido conversaciones interesantes sobre el nuevo mundo que se presentaba ante sus ojos. Gilbert era un joven inteligente que poseía ideas propias y una firme determinación a obtener lo mejor de sí. Ruby Gillis le dijo a Jane Andrews que ella no entendía la mitad de las cosas que decía Gilbert Blythe; que él hablaba igual que Ana Shirley cuando pensaba algo detenidamente y que por su parte a ella no le parecía que fuera muy divertido andar entre libros y todas esas cosas cuando no había necesidad de ello. Frank Stockley era más alegre y sabía más de modas, pero así y todo no era ni la mitad de guapo que Gilbert. ¡Y ella realmente no sabía cuál le gustaba más!

En la Academia, Ana fue formando su pequeño círculo de amistades, todos estudiantes concienzudos, imaginativos y ambiciosos como ella. Pronto intimó con la joven «vivaz», Stella Maynard, y con la de «aspecto soñador», Priscilla Grant, descubriendo que la doncella pálida de aspecto espiritual estaba llena de alegría y le gustaba hacer jugarretas y travesuras, mientras que la vivaz Stella de ojos negros tenía el corazón lleno de anhelantes sueños y fantasías, tan etéreos y coloridos como los de la misma Ana.

Después de las fiestas de Navidad, los estudiantes de Avonlea renunciaron a las visitas de los viernes a sus hogares y se pusieron a trabajar de firme. Para esa época todos los escolares de la Academia habían alcanzado su puesto dentro de los grados y las distintas clases habían establecido los diferentes matices que las individualizaban. Algunos hechos eran aceptados en general. Se admitía que la lucha por la obtención de la medalla se disputaba sólo entre tres contendientes: Gilbert Blythe, Ana Shirley y Lewis Wilson; respecto a la beca Avery, había más dudas; cualquier alumno de un grupo de seis podía obtenerla. La medalla de bronce de matemáticas ya se le daba por ganada a un muchachito gordo de tierra adentro, que tenía una frente pronunciada y usaba una chaqueta remendada. Ruby Gillis era la más guapa de la Academia; en la clases de segundo curso, Stella Maynard se llevaba la palma de la belleza, con una pequeña pero crítica minoría que se inclinaba en favor de Ana Shirley. Ethel Marr era considerada por todos los jueces competentes como la que poseía el mejor estilo para peinase, y Jane Andrews, la sencilla, trabajadora, escrupulosa Jane, se llevaba todos los honores del curso de economía doméstica. Hasta Josie Pye alcanzó cierta preeminencia como la joven de hablar más mordaz que asistía a la Academia. De manera que podía darse por sentado que cada uno de los antiguos alumnos de la señorita Stacy había alcanzado su puesto en la Academia.

Ana trabajaba dura y tenazmente. Su rivalidad con Gilbert continuaba con la misma intensidad que en la escuela de Avonlea, aunque no era del conocimiento de toda la clase; pero de cualquier modo, había perdido algo de su dureza. Ana ya no quería la victoria para derrotar a Gilbert, sino por el orgullo de obtenerla sobre un enemigo de valía. Valdría la pena ganar, pero Ana no pensaba que la vida sería insoportable si no lo conseguía.

A pesar de las lecciones, los estudiantes hallaban ocasiones para divertirse. Ana pasaba la mayor parte de sus horas libres en Beechwood; los domingos solía almorzar allí y después iba a la iglesia con la señorita Barry. Esta última, como ella misma admitía, se estaba volviendo vieja, pero sus ojos negros no perdían su brillo ni su lengua su vigor. Pero nunca lo ejercitó con Ana, quien continuaba siendo la favorita de la anciana señorita.

—Esta Ana adelanta cada vez más —decía—. Me canso de otros niños; hay en ellos una irritante y eterna uniformidad. Ana tiene tantos matices como un arco y cada matiz es el más hermoso mientras dura. No sé si es tan divertida como cuando niña, pero se hace querer, y a mí me gusta la gente que es así.

Antes de que se dieran cuenta, llegó la primavera; en Avonlea, las flores de mayo brotaban tímidamente en los secos eriales donde aún quedaba nieve y el «aroma del verde» corría por los bosques de los valles. Pero en Charlottetown hostigaba a los alumnos de la Academia a pensar y a hablar nada más que de los exámenes.

—Parece imposible que el curso esté casi terminado —dijo Ana—. ¡Pero si el otoño pasado daba la impresión de hallarse tan lejos con todo un invierno de estudios y clases por delante! Y aquí estamos, con los exámenes la semana que viene. ¿Sabéis una cosa? A veces creo que los exámenes lo son todo, pero cuando veo los brotes en los castaños y la neblina azul al final de las clases, no me parecen ni la mitad de importantes.

Jane, Ruby y Josie, que acababan de llegar, no compartían su punto de vista. Para ellas los exámenes eran siempre lo más importante; mucho más que los brotes de los castaños o las flores de mayo. Todo eso estaba muy bien para Ana, que, después de todo, tenía la seguridad de pasar, pero cuando todo el futuro depende de un examen, una no podía considerarlo filosóficamente.

—En las últimas dos semanas he perdido cuatro kilos —suspiró Jane—. No gano nada diciendo que no me preocupo. Me preocuparé. El preocuparse ayuda en algo; cuando una se está preocupando parece que estuviera haciendo algo. Sería horrible que no obtuviera mi diploma después de haber asistido a la Academia durante todo el invierno. Y de haber gastado tanto dinero.

—Yo no me preocupo —dijo Josie Pye—. Si no apruebo este año, lo haré al año que viene. Mi padre puede hacer frente al gasto. Ana, Frank Stockley dijo que el profesor Tremaine afirma que es seguro que Gilbert Blythe ganará la medalla y que probablemente Emily Clay obtenga la beca Avery.

—Eso me preocupará mañana, Josie —dijo Ana—, pero ahora siento que mientras sepa que las violetas florecen en el valle de «Tejas Verdes» y que pequeños abetos asoman sus copas sobre el Sendero de los Amantes, no importa el hecho de que obtenga o no la beca. He hecho todo lo que he podido y comienzo a comprender lo que quiere decir «el placer de la lucha». Después de luchar y vencer, lo mejor es luchar y fracasar. ¡Chicas, no habléis de los exámenes! Mirad la bóveda verde del cielo sobre aquellas casas e imaginad cómo será sobre los bosques oscuros de Avonlea.

—¿Qué vas a ponerte para la distribución de diplomas, Jane? —preguntó Ruby en tono práctico. Jane y Josie respondieron inmediatamente y la conversación derivó hacia la moda. Pero Ana, con los codos apoyados en el alféizar de la ventana, con su suave mejilla contra las apretadas manos y los ojos soñadores, miraba aquel cielo vespertino y tejía sus sueños de futuro con el dorado hilo del optimismo juvenil. El futuro era suyo; los años venideros se presentaban como rosas unidas en una guirnalda inmortal.

Ana la de Tejas VerdesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora