Las delicias de la expectativa

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—Es hora de que Ana se ocupe de su costura —dijo Marilla echando una mirada al reloj para salir luego a enfrentarse con la dorada tarde de agosto donde todo parecía adormecido por el calor.

»Estuvo jugando con Diana más de media hora aún después de que la señora Barry llamara a ésta; y ahora está encaramada en el montón de leños charlando con Matthew, cuando sabe perfectamente que debe atender su trabajo. Y por supuesto, él la está escuchando como un perfecto papanatas. Nunca he visto un hombre más atontado. Cuanto más habla ella y cuantas más cosas raras dice, más encantado parece.

»¡Ana Shirley, ven inmediatamente!

Una serie de golpes sobre la ventana del oeste hizo que Ana se acercara a toda carrera, con los ojos radiantes, las mejillas tenuemente coloreadas y el cabello en brillante desorden.

—Oh, Marilla —exclamó sin aliento—, la semana que viene tendrá lugar la excursión de la Escuela Dominical. Será en el campo del señor Harmon Andrews, junto al Lago de las Aguas Refulgentes. Y la señora del director Bell y la señora Rachel Lynde van a hacer sorbetes, imagínese, Marilla, ¡sorbetes! Y, oh Marilla, ¿puedo ir?

—Mira el reloj, Ana, por favor. ¿A qué hora te dije que regresaras?

—A las dos. ¿Pero no es maravilloso lo de la excursión, Marilla? Por favor, ¿puedo ir? Oh, nunca he asistido a una. He soñado con excursiones, pero nunca...

—Sí, te dije que regresaras a las dos y son las tres menos cuarto. Me gustaría saber por qué no me obedeciste, Ana.

—Quise hacerlo, Marilla, tanto como es posible. Pero usted no tiene idea de lo fascinante que es Idlewild. Y, por supuesto, luego tuve que contarle a Matthew lo de la excursión. Matthew escucha tan bien. Por favor, ¿puedo ir?

—Tendrás que aprender a resistir la fascinación de Idle... como sea que lo llames. Cuando te indico una hora para que regreses, es para que lo hagas a esa hora y no media hora después. Y tampoco tienes necesidad de detenerte a charlar con amables escuchas. En cuanto a la excursión, claro que puedes ir. Eres alumna de la Escuela Dominical y no estaría bien que te negara mi autorización siendo que van todas las otras niñas.

—Pero... pero —balbuceó Ana—. Diana dice que todos deben llevar una cesta con comida. Yo no sé cocinar, Marilla, como usted sabe, y... y... no me importa ir a una excursión sin mangas abullonadas, pero me sentiría terriblemente humillada si tuviera que hacerlo sin una cesta. He estado pensando en ello desde que Diana me lo dijo.

—Bueno, no es necesario que lo pienses tanto. Yo prepararé una cesta.

—¡Oh, mi querida y buena Marilla! ¡Oh, qué generosa es conmigo! ¡Oh, le estoy tan agradecida!

Continuando con sus «oh», Ana se arrojó a los brazos de Marilla y vehementemente besó su pálida mejilla. Era la primera vez que unos labios infantiles besaban voluntariamente la cara de Marilla. Nuevamente se sintió conmovida por esa repentina sensación de ternura. Interiormente estaba muy contenta por el arranque de Ana, lo que probablemente dio motivo a que dijera bruscamente:

—Bueno, bueno; basta ya de besos tontos. Tengo que ver que haces estrictamente lo que se te dice. Y en lo que se refiere a cocinar, un día de éstos comenzaré a darte lecciones. Pero tú eres tan distraída, Ana, que he estado esperando a ver si te calmas y te asientas un poco. Cuando cocines, tienes que poner todos tus sentidos y no detenerte en medio de lo que estás haciendo para dejar vagar tus pensamientos a través de toda la creación. Ahora trae tus labores y ten hecho tu cuadrado para la hora del té.

—No me gusta remendar —dijo Ana tristemente sacando su costurero y sentándose con un suspiro frente a una pequeña pila de rombos rojos y blancos—. Supongo que algunos tipos de costura serán bonitos; pero no hay campo para la imaginación en el remiendo. Todo se reduce a una puntada detrás de otra, y nunca parece llegarse a nada. Pero, por supuesto, prefiero ser Ana de las «Tejas Verdes» remendando, que Ana de cualquier otro lado sin más ocupación que jugar. Aunque quisiera que cuando remiendo, el tiempo pasara tan rápido como cuando estoy jugando con Diana. Oh, pasamos tan buenos ratos, Marilla. Yo tengo que poner la mayor parte de la imaginación, pero soy capaz de hacerlo con facilidad. Diana es simplemente perfecta en todos los otros órdenes. Ya conoce ese pequeño espacio de terreno del otro lado del arroyo que corre entre nuestra granja y la del señor Barry. Pertenece al señor William Bell y justo en la esquina hay un pequeño cerco de abedules blancos; es el lugar más romántico de todos, Marilla. Allí tenemos nuestra casa Diana y yo. La llamamos Idle-wild. ¿No es un nombre poético? Le aseguro que me llevó tiempo el pensarlo. Estuve despierta casi una noche entera antes de inventarlo. Entonces, justo cuando me estaba quedando dormida, vino como una inspiración. Diana se sintió arrebatada cuando lo oyó. Tenemos arreglada nuestra casa muy elegantemente. Debe venir a verla, Marilla, ¿lo hará usted? Tenemos piedras grandísimas, cubiertas con musgo, que nos sirven de asientos; y tablas de árbol en árbol como estantes. Y en ellos ponemos todos nuestros platos. Por supuesto, todos están rotos, pero es lo más fácil del mundo imaginar que están enteros. Hay un trozo de un plato que tiene pintada una rama de hiedra roja y blanca que es especialmente hermoso. Lo guardamos en la sala, y allí también está el diamante encantado. El diamante encantado es tan adorable como un sueño. Diana lo encontró en el bosque que hay detrás del gallinero de su casa. Está lleno de arco iris y pequeños arco iris que todavía no han crecido, y la madre de Diana le dijo que se había desprendido de una lámpara que ellos habían tenido. Pero es más bonito imaginar que lo perdieron una noche las hadas en un baile, y por eso lo llamamos el diamante encantado. Matthew va a hacernos una mesa. Oh, hemos llamado Willowmere a la pequeña laguna que hay en el campo del señor Barry. Ese nombre lo saqué del libro que me prestó Diana. Era un libro que hacía estremecer, Marilla. La heroína tuvo cinco amantes. Yo estaría satisfecha con uno. ¿Y usted? Era muy hermosa y tuvo que hacer frente a grandes tribulaciones. Se podía desmayar como si tal cosa. Me encantaría poderme desmayar, Marilla. ¡Es tan romántico! Pero estoy demasiado sana a pesar de ser tan flaca. Aunque creo que estoy engordando. ¿No le parece? Me miro los codos todas las mañanas al levantarme para ver si se me están formando hoyuelos. Diana va a tener un vestido nuevo, con mangas abullonadas. Lo va a usar para la excursión. Oh, espero que el miércoles haga buen tiempo. Creo que no podría resistir la desilusión si algo me impidiera ir a la excursión. Supongo que seguiría viviendo, pero la pena me duraría toda la vida. No tendría importancia si fuera a cientos de excursiones en los años venideros; ellas no me compensarían el haber perdido ésta. Va a haber botes en el Lago de las Aguas Refulgentes, y sorbetes, como ya le he dicho. Nunca los he probado. Diana trató de explicarme cómo eran, pero creo que el sorbete es una de las cosas que sobrepasan los límites de la imaginación.

—Ana, hace diez minutos que estás hablando —dijo Marilla—. Ahora, sólo por curiosidad, trata de ver si puedes tener la lengua quieta por ese mismo espacio de tiempo.

Ana calló según sus deseos. Pero durante el resto de la semana habló de la excursión, pensó en la excursión y soñó con la excursión. El sábado llovió, y se excitó tan frenéticamente por miedo a que continuara lloviendo hasta el miércoles, que Marilla le hizo coser y hacer remiendos de más para calmar sus nervios.

El domingo, cuando volvían de la iglesia, Ana le confió a Marilla que había llegado al colmo de la excitación cuando el ministro había anunciado la excursión desde el pulpito.

—¡Qué estremecimiento me corrió por la espalda, Marilla! No creo que hasta ese momento haya creído que realmente iba a haber una excursión. No podía evitar el temer que sólo me lo hubiera imaginado. Pero cuando un ministro dice una cosa desde el pulpito, no hay más que creerla.

—Pones demasiado corazón en las cosas, Ana —dijo Marilla suspirando—. Temo que te esperen muchas desilusiones en la vida.

—Oh, Marilla, pensando en las cosas que han de suceder, se disfruta la mitad del placer que traen aparejadas —exclamó Ana—. Puede uno no conseguir las cosas en sí mismas, pero nada puede impedirle el placer de haberlas disfrutado anticipadamente. La señora Lynde dice: «Bienaventurados los que nada esperan porque no serán defraudados». Pero yo creo que es peor no esperar nada que ser defraudado.

Ese día, como de costumbre, Marilla llevaba su broche de amatista. Siempre lo usaba para ir a la iglesia. Le hubiera parecido una especie de sacrilegio no hacerlo; algo tan pecaminoso como olvidar su Biblia o la moneda para la colecta. Aquel broche de amatista era el tesoro más preciado de Marilla. Un tío que era marino se lo había dado a su madre, y ésta se lo legó a Marilla. Era muy antiguo, ovalado, contenía un mechón de cabello de su madre y estaba enmarcado por amatistas muy finas. Marilla sabía muy poco sobre piedras preciosas como para darse cuenta cabal de la pureza de las amatistas, pero pensaba que eran muy hermosas y tenía agradable conciencia de su resplandor violeta sobre su cuello, sobre su vestido de raso marrón, a pesar de que no podía verlo.

Ana se había estremecido de admiración la primera vez que viera el broche.

—Oh, Marilla, es un broche perfectamente elegante. No sé cómo puede usted prestar atención al sermón o a las oraciones llevándolo puesto. Yo no podría; lo sé. Pienso que las amatistas son simplemente maravillosas. Son como yo imaginaba que eran los diamantes. Hace mucho, antes de que viera uno, leí algo sobre los diamantes y traté de imaginarme cómo serían. Pensé que serían rutilantes piedras color púrpura. Cuando vi un diamante real en el anillo de una señora me sentí tan desilusionada que lloré. Por supuesto, era muy hermoso, pero no era mi idea de un diamante. ¿Me deja tener el broche un minuto, Marilla? ¿No cree que las amatistas pueden ser las almas de las violetas buenas?

Ana la de Tejas VerdesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora