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ITACHI se sentía en su «castillo en las nubes» como si estuviera más bien en una prisión, una prisión a la que no quería entrar, por lo que había pasado la última semana alargando la jornada laboral en su despacho lo máximo posible.

Pero era el cuarto día seguido que no volvía a casa antes de medianoche y estaba agotado.

Aun así, no tenía elección. Solo de pensar en Sakura sentía calor por todo el cuerpo. Así que se había comportado con brusquedad y había herido sus sentimientos al rechazar su propuesta de ser amigos. Y no le gustaba hacerle daño. No le había gustado ver cómo se apagaba el brillo de sus ojos verdes.

Era un hombre tranquilo, que, después de un largo día de trabajo, volvía a casa y se ponía música rock, jazz o clásica, a Chopin, dependiendo de su estado de ánimo. En ocasiones, se tomaba una cerveza y veía algún partido de fútbol. Otras veces, si estaba cansado después de haber tenido que salir o de haber estado con una mujer, cenaba lo que la señora Harrington le hubiese dejado en la nevera, lo acompañaba de una copa de vino tinto y se metía en la cama.

Todo muy simple. Muy fácil.

No solía poner en duda sus rutinas y si se sentía solo, o nervioso, iba al gimnasio.

Lo que hacía últimamente al llegar a casa era buscar algún rastro de Sakura. Como el jersey que había dejado sobre el respaldo de una silla la noche anterior, la diadema que se le había olvidado en la cocina dos noches antes. Se dijo que era probable que le debiese una disculpa por haber estado tan distante durante toda la semana, pero aquello implicaría hablar con ella y no quería que Sakura pensase que podían ser amigos. Los amigos no deseaban arrancarse la ropa atropelladamente, así que no podían ser amigos.

–Ya estamos, señor –le informó Izuna, avisándole de que habían llegado a casa.

–Estupendo.

Salió del coche, tomó el ascensor y, al llegar a casa, se alegró de que reinase en ella la oscuridad, porque eso significaba que Sakura estaría en la cama.

Dejó la funda del ordenador encima del sofá y vio unos calcetines en la mesita auxiliar, junto con una taza de té vacía y varias revistas.

Sacudió la cabeza y se preguntó cómo se iba a olvidar de que estaba viviendo con Sakura si esta dejaba sus pertenencias por todas partes. Por no hablar del suave perfume que impregnaba el aire.

Apretó los dientes, llevó la taza al fregadero y los calcetines al cuarto de la lavadora y se dirigió a su habitación.

Normalmente, mantener las distancias y compartimentar su vida no le resultaba difícil, pero con Sakura lo estaba pasando mal.

Nueve días.

Nueve días y Sakura se marcharía de su casa. Si sobrevivía y no se volvía loco, se merecería un premio. Se la merecería a ella.

Pensó que aquello era ridículo y decidió ignorar los rugidos de su estómago e irse a la cama. No quería tentar al destino y volver a encontrársela en la cocina. Entonces se fijó en que había luz en la biblioteca.

Fue hacia allá con la esperanza de que Sakura se hubiese dejado la luz encendida por error, y se quedó inmóvil al abrir la puerta y verla desplomada sobre el escritorio que había en un rincón.

Con el corazón encogido, corrió hacia ella con la esperanza de que no le hubiese ocurrido nada.

–¿Sakura?

Le tocó el hombro y suspiró aliviado al ver que solo estaba dormida. Frunció el ceño al ver que tenía debajo una pila de documentos.

Se dio cuenta de que había estado trabajando a pesar de que su asistenta le había hecho prometer que no iba a trabajar.

DESIERTO DE TENTACIONES Donde viven las historias. Descúbrelo ahora