#10 Being an Adult

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s l o w
r e a d i n g

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Papá y mamá no me dejaban nunca sentarme en el asiento delantero del auto. Siempre decían que los niños pequeños debían ir detrás, con el cinturón de seguridad puesto, sin la necesidad de patear la espalda de los asientos delanteros. Me habré quejado miles de veces pero, tarde o temprano, siempre terminaba cediendo ante sus peticiones.

Aquella vez el invierno había empañado las ventanas y papá había prendido la calefacción del auto para calentarnos después de la frívola maratón que nos habíamos echado desde la puerta de la escuela hasta el estacionamiento. El cielo tronaba, rigoroso, y las nubes grises oscurecían cada vez más la ciudad.

Tendría alrededor de los nueve años y todavía puedo acordarme de la ridícula sonrisa que se había dibujado en mi rostro.

Papá se ofreció sentarme adelante, con la condición de que no se lo dijéramos a mamá, como recompensa de haber salido como el alumno con mejores notas de la clase. Y mientras me ajustaba el cinturón delantero, me sentí asquerosamente realizado.

Podría escucharse exagerado, pero mi mamá era realmente estrica respecto al asiento delantero y los niños. Para ella, los niños en el asiento del frente eran como colocarlos al borde de un precipicio. Yoora jamás lo había logrado a pesar de ser dos años mayor que yo.

E inevitable fue que un precoz sentimiento me golpeara cuando mi papá arrancó el auto. En ese entonces podía ver mi reflejo por el espejo retrovisor y podría haber jurado que de repente crecí medio metro.

Estaba en mi zona.

Pero mi radiante sonrisa desapareció cuando papá se detuvo ante un semáforo en rojo. La lluvia, para en ese entonces, recién había comenzado a resbalarse contra los vidrios. Y mientras veía gotas de agua dibujar líneas en las ventanas empañadas, mis ojos se posaron en una descuidada mujer en medio de la calle; llevaba una bolsa de consorcio sobre la espalda, la lana de su gorro color bordó se había comenzado a desenlazar, a uno de sus zapatos le faltaba un cordón y no sabía si, como yo cuando no encontraba un par igual, a propósito llevaba puesto un calcetín amarillo y otro blanco. Era tan delgada que me sorprendían sus manos huesudas a la hora de levantarlas para golpear las ventanas de los conductores.

Confundido, miré a papá.

"Es una mujer de la calle", me había respondido con unos ojos sorprendentemente tristes.

De inmediato, capté su respuesta y seguí mirando con curiosidad aquella mujer que empezaba a tiritar de frío.

Papá me dio un par de wones para cuando la mujer tocase nuestra ventana. Y yo estaba emocionado, porque en un día podía respirar ya el aire de un adulto. No sólo había logrado sentarme en el asiento del frente, sino también había ayudado a una mujer en desgracia.

Me encontraba listo para bajar mi ventana cuando la mujer se detuvo.

"¡Mamá!" Oí entre el repiqueteo de la lluvia contra el asfalto.

La mujer se detuvo y giró noventa grados hacia la acera, en donde un niño yacía sentado bajo un paraguas roto mientras se cubría inútilmente con una alfombra tan vieja que me recordó a las que mi abuela adoraba como reliquia. No era una manta ni un abrigo, era una pobre alfombra que el tiempo se había encargado de decolorar. El niño estaba a punto de saltar a la calle y automáticamente la mujer se puso alerta.

"¡No! ¡Quédate allí! ¡No te muevas, Baekhyun!" Gritó la mujer, dudando entre sí seguir caminando hacia nuestro auto o desistir.

Pero pareció que su contestación sólo logró que el niño rompiera a llorar. No podría decir su edad, lo único que recuerdo es que era muy pequeño; su piel era casi pálida (de no ser por sus mejillas enrojecidas por las lágrimas) y su cabello casi rubio me recordó al color de las galletas de vainilla que mamá siempre solía hornear. Y al igual que su supuesta madre, estaba en sus huesos.

Finalmente, cuando el semáforo volvió a ser verde, aquella mujer tomó su decisión y corrió a la acera antes de que el niño tuviera tiempo de pisar la calle.

Cuando papá avanzó, vi cómo la mujer, empapada hasta los huesos, tomaba al niño de la mano y lo llevaba de vuelta a una zona lejos de la calle bajo la galería de un local cerrado.

De la nada, el aire de adulto que respiraba en el asiento delantero con tanta facilidad comenzó a pesar cada vez más. Y mientras miraba los wones intactos en la palma de mi mano, papá me preguntó por qué de repente había comenzado a llorar.

gaze » chanbaek/baekyeolDonde viven las historias. Descúbrelo ahora