˷ ¡NO!

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Recordaba perfectamente el sonido de la grava cediendo bajo los cascos del caballo, el penetrante aroma de los helechos de los alrededores mezclado con el rocío, la adrenalina serpenteándole desde la punta de sus dedos hasta la nuca, una sensación en especial vigorizante cuando debía ser más rápido y sigiloso.


Todo conjugaba un excitante preludio para su impostergable encuentro de romper las reglas una por una y, si acaso, inventar otras nuevas para romperlas también.


«Así debe sentirse cuando te enamoras de alguien fuera de tu alcance», o algo así le escuchó asegurar una vez a su prima Linda. A Aristóteles le hacía mucho más sentido que aquella emoción desbordada se debiera a que el hombre que amaba era más de lo que jamás soñó.


—¡Llegaste! —la voz llena de ilusión le saludó antes de voltearse en su dirección luego de cerrar con excesivo cuidado la puerta trasera. Unos segundos después, los brazos de Cuauhtémoc le rodearon y estrecharon. Su exquisito perfume francés le golpeó y antes de levantar por completo la mirada, sus carnosos labios retomaron el beso que dejaron morir a media tarde cuando casi fueron sorprendidos por el estricto capataz Tabárez en la caballeriza.


—Tam-bién es-to-y fe-liz de ver-te —alcanzó a musitar Aristóteles entre besos y mordidas. Posiblemente ni se le hubiera entendido muy bien, pero tampoco era como que eso mataría la urgencia que tenían el uno del otro.


—Tar-das-te mu-cho, cre-í que te ha-bían a-tra-pa-do —rebatió el castaño mientras en un par de pasos los conducía al salón principal—. Te ex-tra-ñé.


Las botas de ambos raspaban contra el suelo al tiempo que los chalecos de gamuza iban desapareciendo.


—Nos vi-mos a las dos...


Cuauhtémoc se separó unos escasos centímetros. Se deleitó con el naranja de la mecha de fuego reflejándose en los ojos de Aristóteles que también maximizaba lo lustroso de sus labios. Portaba la típica cazadora de jean desgastado arremangada a la altura de los codos con los tres primeros botones sueltos aireándole el pecho. El conjunto al estilo western lo completaban unas botas de cuero, sombrero acorde color negro y una inusual hebilla de cara de lobo resplandeciendo en su cintura. En términos básicos, no había nada extraordinario siendo ellos parte de una comunidad ranchera, pues vestir así era incluso más sagrado que la misa de los domingos, pero, cual adagio ferrado en su piel, para él Aristóteles era el milagro de la vida hecha hombre. ¿Cuántas sonrisas falsas y venias interesadas no había sorportado antes de conocerle? Demasiadas para contarlas, y tan experto se había vuelto para esquivar a los falsos amigos y amantes, que le bastó un par de vistazos y efímeras conversaciones con el joven cowboy para darse cuenta, en una traviesa epifanía, que no lo podría dejar ir. Y en tonadas más cursis, que su vida ya no sería la misma después de haber cruzado sus caminos. 


Empezó a mover sus piernas en un sutil andar parecido al vals. La paja pegada a sus zapatos chirriaba.


—Nunca es suficiente tiempo cuando se trata de ti, Aristóteles.

 
Una de las manos del Cuauhtémoc encalló en la cintura del rizado, la otra encontró su acomodo natural en la mejilla de incipiente bello facial que acarició con una delicadeza que podría arrancarle un ronroneo.

~ BACKSTAGE [Aristemo]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora