~ Tatuajes

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Los Aristemo creían que la parte más difícil de hacerse un tatuaje era, precisamente, hacérselo, pero estaban muy equivocados.

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De las poquísimas veces que se planteó cuál sería la máxima travesura o rebeldía de su vida, cosas tontas que preguntaban en el juego de «verdad o reto», Aristóteles consideró que una pequeña escapada de fin de semana cumplía con sus condiciones particulares de «arrebato adolescente». Tomarían un camión con destino incierto a algún pueblito pintoresco donde comer en exceso por menos de tres mil pesos. Nada demasiado arriesgado, ni tonto o inútil. Para él, toda oportunidad de crear nuevos recuerdos con su Tahi era LA oportunidad sin importar lo humilde o cursi que sonara.

Muchos apostarían que perforarse la oreja habría sido la cúspide de su propia irreverencia. Pero no fue así. Aris acababa de desbloquear un nuevo nivel de desfachatez que día con día había aprendido a dar rienda suelta gracias a Temo.

Siendo en extremo sincero, nunca había pensando en hacerse un tatuaje. Mucho menos creyó que su novio, un chico tan correcto en las formas con su porte de partido perfecto, tuviera esos gustos. Se equivocó.

Sí, él fue el de la idea del piercing hace un tiempo ya, pero ambas expresiones de individualidad estaban en límites diferentes. Uno era reversible, el otro, permanente.

Cuando Temo le soltó la proposición, negó como acto reflejo. ¿Un tatuaje?, ¿en serio? No se lo podría quitar o esconder si la situación lo demandaba, y era esa condición de definitivo lo que le intimidó al principio. ¿Y si requería donar sangre, o de plano decidía que sería un donador regular? Quién sabía, esas eran cosas para plantearse a futuro. Y también estaba su compromiso laboral con Cklass. 

Y así se lo expresó a su novio. Desconocían tanto al respecto que tuvo que declinar. Temo lo comprendió sin quejas y le dio la razón.

Investigaron, investigaron y consultaron mucho. Resultó que eso de no poder donar sangre era un mito alimentado por los prejuicios y el estigma. Los tiempos de espera para hacerlo variaban según el país. En algunos se debía esperar meses, mientras que en otros establecían el límite de un año, este era el caso de México.

Después de saciar esa inquietud, asomaron la pregunta a Julieta escondida en un «hipotéticamente hablando, ¿perdería mi trabajo si tengo un tatuaje?», a lo cual ella respondió con un simple «para eso está el maquillaje». La perspicaz mujer no cuestionó ni indagó más de la cuenta. Obvio eso fue impropio, pero Aris le preguntó en un momento crucial de excesiva presión por unos catálogos que debían estar listos para ayer, por lo que no tuvo la audacia de anticipar su próxima travesura. 

Saldado ese asunto, emprendieron la búsqueda de un local acreditado. Se llevaron una gran sorpresa al dar con tantos lugares en Oaxaca, inclusive habían personas que viajaban desde otros estados de la República para tatuarse exclusivamente allí. Ese dato fue suficiente para entonces decidirse por un establecimiento a 20 minutos en taxi de la casa de Aris.

Para último dejaron el qué se bordarían en la piel. Temo se avergonzó muchísimo cuando el rizado le preguntó. Él había sido el de la idea y no tenía muy seguro qué «querían» hacerse. Para nada sus dudas tenían que ver con lo que sentían entre sí. Tenían clarísimo que en esa vida y las siguientes, de enamorarse, siempre sería de ellos en cualquier forma, en cualquier género. Sus manos se buscarían y entrelazarían nuevamente para seguir amándose hasta el infinito.

Pero no tenía una pinche idea de qué podría expresar su amor de la manera adecuada y estética que les gustaría.

Motivados por sus sentimientos, una tarde se sentaron frente a la computadora. Googlearon de todo: tatuajes, tatuajes pequeños, tatuajes de pareja. La típica composición de los nombres compartidos era lo que más sobresalía, pero ellos no necesitaban sus nombres estampados en otro lugar que no fuesen sus DNI.

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