Harry Styles odiaba diciembre.
Los días eran tan cortos que las noches parecían eternas. Además, hacía frío y había que soportar la pesadez de la Navidad con sus luces, sus árboles, sus villancicos y su incesante bombardeo de anuncios publicitarios instando a comprar y gastar; algo especialmente doloroso para él, porque todo lo que le recordara a las fiestas le encogía el corazón.
Si hubiera podido, habría borrado ese mes del calendario.
-No puedes enterrar la cabeza en la nieve y fingir que las Navidades no existen.
Harry, que estaba apoyado en la repisa de la chimenea, se giró hacia la mujer que acababa de hablar. Era Kaye Porter, su cocinera, ama de llaves y torturadora habitual.
-De todas formas, no habría nieve suficiente para enterrar nada -continuó, sacudiendo su canosa cabeza-. Te guste o no, las Navidades llegan todos los años.
-Ni me gustan ni estoy obligado a celebrarlas.
Kaye se puso las manos en las caderas y frunció el ceño sobre sus ojos azules.
-Tú haz lo que quieras, pero yo me voy mañana -le advirtió.
-Te subo el sueldo si te quedas.
Ella rompió a reír.
-Sabes de sobra que Ruthie y yo nos vamos de viaje todos los años -le recordó-. Y no lo voy a cancelar.
Ese era otro de los motivos por los que Harry odiaba diciembre. Todos los años, su amiga y ella se tomaban un mes de vacaciones y se iban a alguna parte. Esta vez, habían reservado un crucero a las Bahamas y una estancia en un hotel de lujo. Kaye solía decir que lo necesitaba para poder soportarlo a él el resto del tiempo.
-Si tanto te gustan las Navidades, ¿por qué te vas siempre?
Ella suspiró.
-Hay Navidades en todas partes, hasta en sitios donde hace calor. De hecho, son particularmente bonitas en la playa. Los hoteles iluminan sus salones y sus palmeras y...
-Vale, vale, no sigas -la interrumpió, apartándose de la chimenea-.
¿Quieres que te lleve al aeropuerto?
Kaye sonrió.
-No, gracias. Ruthie vendrá a recogerme. Dejará el coche allí, para no tener que tomar un taxi cuando volvamos.
-Está bien -replicó, dándose por derrotado-. Que te diviertas.
Harry lo dijo en un tono tan sombrío que ella arqueó una ceja.
-Deberías cambiar de actitud. Me preocupas. Siempre estás solo en esta montaña, sin hablar con nadie que no sea yo. Deberías salir y...
Harry no le hizo ni caso. De vez en cuando, Kaye le soltaba un discurso para convencerlo de que volviera a vivir, como ella decía. No entendía que aquella casa no era una prisión para él, sino un santuario. Era un lugar precioso, de paredes de madera y grandes ventanales de cristal por donde se veían los bosques y el lago. Tenía un garaje enorme y varios edificios exteriores, incluido el taller donde trabajaba.
Llevaba cinco años en ella, desde que llegó de Idaho. Estaba bastante aislada, pero a solo quince minutos de la localidad de Franklin y a una hora escasa de una gran ciudad que, como todas las grandes ciudades, tenía bares, cines y aeropuerto.
Era exactamente lo que quería, un sitio tranquilo y solitario. Cuando necesitaba algo, enviaba a Kaye a Franklin. Y podía pasar semanas enteras sin hablar con otras personas.