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Erick jamás se consideró a sí mismo un hombre sereno. 

A sus veintiséis años, la arteria de su interior aún mantenía un flujo constante de líquido bermellón activo. 

Su familia solía decirle que era intranquilo e impávido. Llevaba años sin hablar con ellos, pero él sabía que todavía mantenían esa imagen inocente de él. Inocente e incoherente; tal como se lo chilló su madre entre bramidos la última vez que se vieron las caras. 

Cada vez que recordaba lo sucedido se preguntaba qué otra cosa podría haber hecho. 

Dejarse llevar por sus instintos era algo que hormigueaba contra su piel y tomaba las decisiones por él. Ni siquiera le dejaba opción de rechistar u oponerse. Era satisfactorio, hasta que analizaba lo que de forma autómata había hecho. 

Ahí sucedió igual. 

En esa distopía de guerras y lucha extrema, su máximo problema en ese segundo era mantenerse cuerdo rodeado de tantos desquiciados sin medicar. Los esclavos de la ley seguían chillando de manera irracional, sedando sus neuronas para que él no pudiera pensar más. 

Tal vez el ambiente contenía un gas alucinógeno que estaba drogando lentamente su mente. Erick seriamente pensaba que esa lóbrega teoría podría explicar demasiadas cosas. 

Miró a Richard de forma superficial para ver si al moreno le ocurría lo mismo que a él. Su compañero semejaba sacado de un espectáculo anual; con sudor por el rostro, expresión escandalizada y movimientos limitados. 

Porque Richard y él habían visto incontables muertes a lo largo de su trayectoria profesional. Sin embargo, nunca creyeron ser tan vulgares y maníacos como habían presenciado esa opaca noche en ese zulo de mala muerte. 

Erick carraspeó su garganta y se puso en pie cuando Matthew también lo hizo. 

El empresario caminó hacia delante dispuesto a encontrarse antes con su luchador, mientras Erick ayudaba con disimulo a Richard para salir de su estado de conmoción. 

—Lo conocemos, conversamos un poco y nos vamos— aseguró él, mirándolo intensamente con sus despampanantes fanales glaucos. 

Richard asintió dejando la copa en el suelo. Erick le imitó veloz, para después limpiar sus comisuras con las yemas de sus dedos y deslizar una mano entre las hebras carbón de su cabello hacia atrás. 

De pronto, Matthew llegó acompañado de dos hombres. 

Uno de ellos era malditamente alto y fornido. Dejaba pequeños vestigios con su vestimenta y las ondas de sus pasos de que era un luchador y presidiario también. Su cabello estaba desordenado y húmedo del sudor, teñido de un rubio platino que deslumbraba en ese ambiente sombrío. Sus luceros carbón eran como dos dagas profundas rajando en el esófago. Su expresión mostraba una seriedad amenazante. 

Al otro ya lo conocía. Claro que lo hacía. Erick sentía que ya conocía hasta el más lúgubre pensamiento de esa mente trastornada. 

Y, en realidad, solamente conocía lo que Joel Pimentel quería enseñar. 

El boxeador presidiario estaba jodidamente escoltado por el rubio, que se quedó en la escalera vigilando desde la distancia. Pronto algunos reclusos con rostros peligrosos se unieron a él, dispuestos a saltar en la mínima oportunidad para saciar sed de sangre y venganza. 

Joel Pimentel caminó junto a Matthew unos pasos adelante. Ahora portaba una gorda chaqueta de plumas azul oscuro sin abrochar sobre su torso desnudo— teniendo en cuenta el helor que hacía en las zonas de arriba, Erick supuso que la utilizarían en demasía—. Con la cercanía, Erick detectó las cicatrices que la prisión y la milicia habían pintado dolorosamente sobre su piel morena.  

Arkhé || JoerickDonde viven las historias. Descúbrelo ahora