Capítulo 4: En la capital

400 83 869
                                    

Bastante lejos de Barkistán y del bosque, se hallaba la gran ciudad de Ulán Shang Kov, la capital del reino

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Bastante lejos de Barkistán y del bosque, se hallaba la gran ciudad de Ulán Shang Kov, la capital del reino.

Este lugar era considerado el corazón de la cultura de Moskova y resultaba atractiva por lo singular que se veía para la gente de otras naciones, ya que en ella había una gran diversidad de estilos arquitectónicos, algunos de los cuales a simple vista parecían no tener nada en común. Este extremo contraste de estéticas podía resultar para algunos ojos algo hermoso, pero para otros podría ser hasta grotesco.

En el centro de esta milenaria población, rodeado por grandes mercados, se encontraba el enorme Kremlin de muros terracota que resguardaba al imponente palacio real y algunas otras construcciones como templos de simpáticos colores y residencias para los alocados miembros de la corte. Con respecto al palacio, éste tenía un estilo extravagante que combinaba de una forma bastante ingeniosa el gótico y el bizantino. Por fuera esbelto, oscuro y puntiagudo. Por dentro rebosante de colores brillantes, de adornos y murales de mosaico.

Los anchos muros y las puntiagudas torres del palacio vibraron ante un estruendoso grito de ira que despertó a casi todos los glamourosos y estrafalarios personajes que residían en el Kremlin. Éste provenía de la habitación que se hallaba junto a la sala del trono.

―¡Se supone que debían haberlos atrapado esos pedazos de inútiles! ¡¿Por qué ya no se le puede pedir nada a nadie?! ¡Por el amor de Dios y todos los santos! ―gritó el Zar Ivar en un tono quejumbroso, mientras abría violentamente la pesada puerta de madera para entrar a la opulenta sala del trono.

Al escucharlo, los guardias reales y sirvientes que estaban haciendo orden en la sala se pusieron en fila a los lados del pasillo, con expresión temerosa.

Este emperador era un personaje al que cualquiera le produciría temor. Se trataba de un hombre alto y grande, con largas barbas y cabello negro. Sus ojos eran de una apariencia bastante extraña, pues poseían un color ámbar brillante pero con un brillo vidrioso, muy similar al de los ojos de los animales salvajes en la oscuridad. Su mirada era amenazante, tanto que se decía que era capaz de hacer llorar a un niño con tan solo mirarlo fijamente.

Caminaba con un paso tosco, arrastrando la amplia túnica dorada con bordados elaborados y piedras preciosas. Un elemento que destacaba bastante de su atuendo era la gran corona, que era la misma que habían usado todos los príncipes del país desde hace tiempos inmemoriables. Esta era un tocado dorado semicircular, dividido en varias secciones con relieve, lo que le daba una forma similar a los rayos del sol. En adición, en su frente poseía la figura de un águila dorada con tres cabezas y un blasón formado por una gran esmeralda.

El Zar se sentó bruscamente en el dorado y majestuoso trono con una expresión molesta en su rostro tronándose los nudillos.

―¿Qué pasó ahora, señor? ―le preguntó uno de los guardias.

―Nada importante. No es algo que le incumba ―le respondió desganadamente.

―Quizá su humor mejore hoy con alguna delicia ―le dijo el guardia con intención de animarlo.

En busca de las estrellas del norteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora