Ana y la diosa de la luna (Selene)

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Cuando los cuatro jinetes de fuego se ponían por el oeste, la mano de seda de Selene comenzaba a tejer los hilos de plata del ocaso. Algunas noches, surcaba los cielos  sobre su toro mágico, otras; los iluminaba sobre su carruaje de plata, impulsada por dos hermosos corceles. Su rostro níveo y puro, se encendía con su corona de marfil, y su vestido argentado; orlado con pequeños arabescos de narcisos y ceñido a su femenina figura, daban la impresión de una divinidad erótica.

Una mágica  noche, mientras iluminaba el cielo sobre su carruaje de plata; observó  a una hermosa joven que cantaba y bailaba junto a los lotos. Un cálido  sentimiento se apoderó  de Selene, como si la presencia de la criatura revolviera sus entrañas y humedeciera su tierno corazón.

Al notar  que le observaban, Ana se ocultó  entre los almendros, pues no compartía su belleza con nadie, al compartirla, perdería  parte de ésta. La joven  diosa, iluminó  todo el bosque de plata, hasta  que, la encontró y se acercó  para hablarle:

-Las criaturas justas no deben temer, y la belleza, es la manifestación  más  elevada de justicia.

Dioses o mortales, justos o tiranos -respondió  Ana-. No comparto mi belleza con nadie, si me sigues mirando, volveré  a huir.

Al oír  esto, el corazón  de Selene se contrajo de dolor. La amaba locamente, y perderla; habría  significado su final. Acongojada, elevó una plegaria desesperada a sus padres, los dioses Hiperión y Tea, para que desgarraran sus ojos, y los reemplazarán; por dos duros trozos de peridoto.

Así, su voluntad fue oída , y sus ojos; no volvieron a ver.

Ana se acercó  a la diosa, y con sus finos labios, acarició  el carmín  en los de Selene, quién  excitada, intentó  tocarla. Pero la criatura, se rehusó  y le dijo:

-No comparto el roce de mi cuerpo, quién  me ama, debe renunciar a la grácil  forma de sus dedos, e inutilizarlos; con algún  veneno  maldito, o el filo, de un arma poderosa.

Desesperada, volvió  a implorar a los dioses: que cortaran sus manos y las arrojarán  a los perros, y quemarán sus terminaciones nerviosas para que no sirvieran nunca más.

Los dioses obedecieron, y desde entonces; perdió  sus manos.

Ana se le acercó  una vez más y con una pluma de avestruz comenzó a acariciar su cuerpo: la pasó  sobre sus pechos hinchados, luego su abdomen, y con pequeños círculos acaricio su pubis. Emocionada, la diosa comenzó  a gemir de placer, y otra vez; Ana habló:

-No perturbo mis hermosos oídos  con placeres ajenos, si quieres amarme, debes renunciar  a las palabras.

Su ruegos volvieron a elevarse, y su boca; fue cosida con hilos de oro, y su lengua; reemplazada por una braza ardiente.

Ante la apariencia de Selene, Ana se sintió  asqueada. Mientras  contemplaba su reflejo en el estanque, no pudo evitar pensar que alguien de su belleza, jamás  podría  amar el cuerpo lleno de cicatrices de la horrenda diosa. Por lo cual, se perdió  lentamente entre el bosque, no sin antes; robar el carruaje de plata de la agonizante enamorada.

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