Ana y la peste.

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Al despertar, un inmenso dolor invadió su pecho, la contracción en su abdomen le hacía retorcerse de pánico, la fiebre quemaba bajo su carne hasta el último resquicio de su ser, y las tos seca y el asma le impedían dar una bocanada de aire completa. Temblando, se sentó en la orilla de su cama intentado recordar cómo se había contagiado. No he salido de la casa -pensó- mientras la peste aumentaba su dolor.

Repentinamente recordó a su compañero de vivienda, recordó que la noche anterior había roto las normas de la cuarentena haciendo ingresar a una desconocida hacia su habitación, recordó los murmullos en la madrugada y haber escuchado algunos ligeros pasos. Una sensación de irá recorrió su mancillado cuerpo; recordó que la peste carecía de antídoto y que contagiarse significaría su condena de muerte. Un impulso asesino recorrió su cuerpo y con el vigor de la venganza y la adrenalina de la justicia se dirigió hacia la habitación del joven pecador. Al abrir la puerta, un frío piadoso apagó el fuego bajo su piel por un segundo, mientras sus ojos no daban crédito a lo que veían: la intrusa de la noche anterior yacía acostada y su cuerpo se retorcía al ritmo espasmódico de su convulsiva enfermedad.

Su compañero de habitación le observaba impotente con lágrimas en sus ojos desde un oscuro rincón. Aquella escena incrementó su molestia y sus emociones secuestraron su razón, la joven se abalanzó sobre su irresponsable compañero y con movimientos airosos comenzó a escupir su cara -si yo muero por la peste, todos moriremos- le decía, mientras sus ojos ardientes como el infierno fijaban ahora su atención en la convulsiva dama sobre la cama. Por un momento, el recuerdo de su pequeña hermana invadió su mente, solo tiene 10 años -recordó-. Pensó en lo feliz que le hacían sus abrazos, y recordó que no volvería a verle pues la peste le había infectado, evoco todos los maravillosos momentos a su lado mientras una malvada expresión fruncía su ceño y exagerados espasmos contorsionaban su labio inferior.

Con un movimiento repentino, tomó la pesada lámpara sobre la mesa de noche y con vigorosos movimientos comenzó a golpear a la agonizante dama sobre la cama; golpeó sus extremidades hasta quebrarlas, para luego cortar su rostro con los trozos restantes de aquel adorno. Su joven amigo observaba deshecho la sangrienta escena carente de fuerzas para intervenir. El ruido alertó a las autoridades del centro de cuarentena quienes ingresaron y acabaron con el desagradable episodio.

Al día siguiente, el incesante repicar del teléfono aturdía la habitación, y las impecables sábanas cubrían el pecado de la noche anterior, mientras al otro lado del auricular una tierna voz repetía: no contesta mi hermana mayor.
 

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