Ana (el verdadero nombre de Alicia)

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Corriendo a través de un bosque de hermosos pinos se encontraba Ana, con sus ropas rasgadas y pálidos talones al descubierto, con dolorosas heridas en sus rodillas, pues cada determinado trayecto se agachada para rogar a los dioses que acabaran su sufrimiento. Una chica pálida como Ana; de lizos cabellos rojos e inmensos ojos marrones, nunca imaginó tal desenlace.
Días atrás durante la clase de teología, su maestra –una mujer de cincuenta y tantos años con una afición desmedida por la rectitud- les relataba las virtudes del buen cristiano, les narraba como aquel Dios hecho hombre, tuvo la humildad para unirse a su creación y salir airoso -pues no existe peor gusto que el de aquel que se iguala a su obra- y les señalaba, la deuda eterna de cada uno con aquel magnifico ser. Debían honrarle con su buena conducta,  rendirle tributo los domingos en sus templos; y el resto de los días llevarlo en el corazón como su posesión más preciada. Mientras la maestra se emocionaba, Ana; de naturaleza aventurera e imaginativa, pensaba lo emocionante que hubiese sido haber convivido con Jesús. Le excitaba su particular vestuario y su retórica un tanto confusa. Le intrigaba aquel muchacho de ojos claros, de larga cabellera rubia e inteligencia ilimitada. Detestaba la forma aburrida como lo presentaban en aquel tedioso convento, al cual; había sido confinada por sus poco amorosos padres.
Entre las inquietudes de Ana, destacaba la manera valerosa como aquel caballero había soportado los azotes de su creación, como pudo ese viril galán desnudar su pecho ante la peor de las traiciones; la de la propia carne. Ana pasaba horas dibujando imágenes modernas de Jesús, soñaba con conocerlo y dedicarle su devoción eterna; soñaba con tomar sus sangrantes manos y de rodillas besarlas hasta que le pidiera que se detuviese. Se imaginaba sanando sus heridas mientras besaba su frente y musitaba a su oído que todo mejoraría.
El principal problema de Ana era su entorno conservador, si compartía su manera de amar al rey de reyes, seria señalada como blasfema y sometida a terribles castigos. Cada vez que se sentía triste realizaba pequeños cortes en su piel, cortaba la parte interna de sus piernas y los espacios entre los dedos de sus pies. Con cada corte, un torrente de alivio invadía sus carnes; y un espasmo de placer la hacía sentir viva. Era como si la vida se redujera en aquel ínfimo momento, sentía dolor y placer, suciedad y pureza. Su abdomen agitado cosquilleaba y sus largos  y estilizados dedos acariciaban la sangre; la deseaban, la poseían como el amante posee salvajemente a su  dama, y le quita el aliento al darle todo su amor. Sus parpados temblaban y por un instante se sentía como aquella divinidad que tanto admiraba. Entendía que debía sufrir si quería enriquecer su espíritu; y que su alma agradecería todo el dolor si significara reunirse con el mesías algún día. Una vez superado el éxtasis se sentía contrariada, se sentía sucia como si se hubiese vendido por placer. Por un momento en las nubes había maldito su cuerpo, sus labios temblaban y un sollozo sutil poseía su alma. Lo que sentía, lo que quería, contrariaba sus enseñanzas. Había decepcionado a sus padres, a sus profesoras, a sus compañeros. El espejo se convertía en su peor enemigo, su reflejo evocaba pena, necesitaba aliviar todo aquello pero no quería volver a cortarse.
Una terrible noche, mientras se cortaba; la puerta  se abrió, y en un instante la madre y el sacerdote ingresaron a la habitación. El ruido los había alertado y al observar lo que había hecho, un semblante de ira recorrió el frio recinto; la usual reprobación en los ojos de sus maestros había cambiado, la ira los dominaba y entres gritos y golpes se abalanzaron en contra de la muchacha.
Aquella alma torturada, aquella víctima de un amor prohibido, peor; de un amor no correspondido, ¿Por qué repudiar lo que no podemos comprender?; ¿Por qué el amor debe ser solo entre un hombre y una mujer? Una divinidad y su imperfecta obra podrían ser felices, el tigre y la gacela podrían amarse como el cielo y la tierra, como la juventud y la vejez, como la vida y la muerte. ¿Por qué debía ocultar los colores de su alma? No era culpable de lo que sentía, Jesús la había enamorado. Ese andar despreocupado, esa retórica sabia, esos virginales  ojos azules ¿como no confundirse ante aquella mirada? Si tuviese solo una oportunidad, abrazaría el brillo de sus labios y en un segundo de perversión acariciaría su alma, el alma responsable de todas las cosas, a la que debo todo –se decía mientras de manera estoica sufría la brutal paliza de sus maestros-.
Era culpa de Jesús, su voluntad está escrita y soy producto de su razón –reflexiono-. Él me enamoró, él me hizo cortar, ante su perfecto plan mi albedrio no tiene valor. No debería lamentar ese amor prohibido, debería sujetarlo como se sujeta lo que seguramente se perderá, como el necio se aferra a la vida, como la Luna lucha en contra del día y el día en contra de la noche, mi testarudez es un tributo hacia su bondad.
En un momento de iluminación algo se apodero de Ana, era su amor por Jesús o sus ganas de permanecer viva. No lo supo con certeza pero sabía que de no hacer algo moriría ante la ira de sus agresores. Recordó que guardaba debajo de la cama un trozo solido de madera recuerdo de sus días de escultora; y en un movimiento brusco se abalanzó debajo de la cama, tomo el trozo de madera y lo arrojo con todas sus fuerzas sobre la cabeza del hombre. Un fuerte golpe hizo temblar sus vísceras, y como un pesado tronco cayó tendido en medio de la habitación; un torrente de sangre invadió la sala mientras Ana temblada exaltada, jamás se había sentido tan viva, era como si se hubiese abierto el cielo para darle una oportunidad, no podía dejar de observar aquel pequeño hombre, indefenso a su poderío, víctima de su soberbia. La monja profirió un grito al cielo, suplicando ayuda y tomando el látigo del ahora muerto párroco intento azotarla, pero era inútil; Ana había cambiado, ya nada podía herirla, nadie podía domar aquella bestia incontenible. Ana tomo el látigo y lo enredo en el cuello de la religiosa; con cada suspiro que ahogaba, su pecho se tornaba cálido. Cada contracción la hacía más fuerte, finalmente la lucha cesó y con blancos ojos la monja pereció.
El ruido no pasó desapercibido y con  osados toques empezaron a llamar a la puerta de la habitación, el alboroto había despertado a la mitad del convento. Esta clase de eventos eran usuales en un lugar donde las estudiantes no tenían privacidad, y las visitas nocturnas de los encargados terminaban en dolorosas palizas. Pero esta vez había algo diferente, los gritos de auxilio no solían venir de los maestros. El susto de lo impensable se apodero de los religiosos; y con fuertes golpes intentaron derribar aquella imponente puerta de caoba oscura. Ana sabía que no tenía mucho tiempo y se apresuró a escapar por la ventana de su habitación. Mientras pensaba como sortear los tres metros de distancia que la separaban del suelo, la puerta se abrió de forma violenta, sus agresores se abalanzaron sobre ella y no tuvo otra opción que saltar. La dura caída estremeció sus entrañas y produjo dolor en su tobillo izquierdo, Ana no podía parar, impulsada por un frenesí de adrenalina que solo la muerte despierta en las mejores naturalezas, se levantó; y cojeando, se adentró con prisa en las garras de aquel imponente y tenebroso bosque de pinos.
Corriendo a través de un bosque de hermosos pinos se encontraba Ana, con sus ropas rasgadas y pálidos talones al descubierto, con dolorosas heridas en sus rodillas; pues cada determinado trayecto se agachada para rogar a los dioses que acabaran su sufrimiento. Una chica pálida como Ana, de lizos cabellos rojos e inmensos ojos marrones, nunca imagino tal desenlace.
Ana veía las luces detrás de ella y mientras más corría más sentía que se acercaban. Ana se sentía viva, nunca había sufrido el frenesí de la vida escapando en su presencia, era como si le honrasen dejándole tomar lo más valioso para ellos. Ana había descubierto un sentido, un motivo para estar  viva. Finalmente, comprendía su amor hacia Jesús; era el amor de los poderosos hacia los débiles, era la capacidad de mirar a la creación y acabar con ella, Ana había cambiado.
Ana se sentía contrariada, quería vivir y morir, o mejor; quería experimentar ambas sensaciones simultáneamente. Ana seguía corriendo, no podía parar, las personas del convento la seguían y los espíritus no la dejaban en paz, no dejaba de imaginar la cara del párroco, aquella laguna de su roja sangre la ahogaba de angustia, no porque lamentara lo que había hecho, sino porque ansiaba repetir aquella acción, Ana era una hedonista del dolor.
Exhausta; Ana se desplomo en medio del bosque. Mirando el firmamento a través de aquellos imponentes pinos, sentía como todo daba vueltas. Una inmensa nausea se apoderó de ella, había perdido demasiada sangre. Mientras desfallecía; observó  como un hombre descalzo se acercaba, al principio pensó que se trataba de una ilusión o de otro desdichado quien como ella había escapado de alguna prisión cercana. Cuanto más cerca; más real se tornaba, podía ver sus prominentes hombros, brazos finos y fuertes,  piernas imponentes como troncos. Sobre su cuerpo, una túnica blanca como el marfil se acoplaba con gracia a su esbelta figura, y sus rizos; tan dorados y perennes como el oro; adornaban sus rubias cejas y resaltaban sus carnosos labios.
Aquel imponente hombre se posó junto a ella, y de manera gentil recitó a su oído las palabras más cándidas que  alguna vez Ana escucho. La tomó con  dulzura entre sus brazos desapareciendo al ritmo de  un coro celestial y una brillante y sobria luz blanca.
Al día siguiente, el cuerpo de Ana fue encontrado en las profundidades del bosque de pinos; lucia blanco como el algodón, y sus venas parecían serpientes purpura que recorrían su cuerpo. Sus piernas laceradas por las inclemencias de la naturaleza, y sus manos juntas sobre su pecho sosteniendo un mechón de cabello dorado.

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