Capítulo 2. Nuestro nombre

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La cabeza le iba a estallar. Miles de versos rondaban sus pensamientos, correteando libremente por todos los recovecos de su mente. Como estrellas fugaces, dejaban su estela formando una galaxia de letras que ella transcribía al papel. Emily se tapó los ojos con las palmas de las manos y respiró hondo. Los párpados le palpitaban por el trabajo en exceso, pero si no se aferraba a él: ¿en qué se convertiría? ¿Qué le quedaría?

Dobló el último pedazo de papel que había escrito y en el reverso añadió «para Sue». Aquel era sólo uno más de las decenas de poemas que le enviaba semanalmente, pues ella era la única en quien confiaba. La única a quien quería mostrar su obra. Sólo a Sue. Parpadeó, descansando la espalda sobre el respaldo de su silla.

Su vista empezó a nublarse, así que se frotó los párpados de nuevo. «Por el Señor, sí que voy a quedarme ciega», suspiró, los codos apoyados sobre la madera del escritorio. Aquel estúpido doctor no tenía ni idea cuando le dijo lo contrario, ¿y aquella recomendación de dejar de escribir? ¿Cómo podía proponerle algo así a ella? ¡A ella, que necesitaba la pluma y el papel como el propio aire! Se puso en pie, echando la silla hacia atrás, y empezó a deambular por la habitación.

Normalmente los episodios de ver borroso desaparecían al cabo de unos minutos si mantenía la vista relajada. Cerró los párpados, dejándose caer sobre el colchón. Sin saber por qué, su mente volvió a la conversación que había tenido con su padre hacía escasas horas. Realmente le dolía no poder compartir con él sus poemas, pero sabía que sólo había una persona capaz de comprender su significado. «Tú me entiendes, ¿verdad, Sue?», apretó las manos contra la tela de su vestido.

Recordó el último momento en el que la había visto sonreír abiertamente, horas antes de su boda con Austin. Estaba aún más espléndida que de costumbre, radiante incluso. Podía verla claramente, con su larga (y alborotada) melena y las mejillas sonrosadas por haberse pasado más de diez minutos corriendo hasta llegar al campo. Nada a su alrededor importaba, sólo ellas. Y ella añoraba los días en los que podían ser simplemente Emily y Sue, no la señora y la señorita Dickinson.

—¿Y si pierdo la vista de verdad? ¿Y si no puedo volver a verla? —se mordió el labio.

La ansiedad se había adueñado de sus pulmones y tenía la respiración entrecortada. Quería verla, necesitaba verla. No podía seguir viviendo sólo de recuerdos. Sacudió la cabeza y pataleó, resoplando. Tal vez debería haber hecho caso a la invitación que le había tendido Austin y haber acudido a la fiesta de Sue, una de esas pomposas veladas que últimamente no dejaba de celebrar.

Se levantó y volvió a su escritorio, aferrándose de nuevo a su pluma. Las palabras fluyeron con el primer trazo de su mano, pero la cabeza continuaba en otro lugar. Alzó la vista, pues desde su ventana podía ver la entrada a la casa contigua. Frente a la puerta no dejaban de agolparse la flor y nata de la sociedad, expectantes por pasar al interior.

Frunció los labios y continuó con su poema.

· · ·

El agua corrió por sus mejillas, apaciguando la sensación de ardor. Sue estaba cansada, agotada incluso, pero debía recomponerse. Tenía una fiesta a la que asistir, una velada que llevaba días preparando. Cerró el grifo y apoyó las manos en el borde del mármol de la encimera del baño. Estaba frío, así que el contraste le resultó apacible.

Cuando se miró al espejo, vio a una mujer distinta a la que solía ser: Una persona madura, sin rastro de inocencia en la mirada, y de porte regio. Cierto es que el vestido que llevaba ayudaba a enfatizar ese aire sobrio y elegante. Se trataba de una pieza diseñada en Viena y traída desde Nueva York, dorada como el champán, con un escote de hombros caídos y apertura pronunciada que ella se encargó de destacar recogiéndose el cabello.

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