Capítulo 4. Diamantes

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Emily se revolvió en la cama, la piel empapada en sudor. Volvía a estar en vela. Golpeó el colchón con el puño y dejó escapar un grito cargado de hastío.

Desde que hicieron aquella sesión de espiritismo hacía un par de semanas que toda su vida había dado un vuelco: Tenía claro que quería que publicaran sus poemas, ya que le aterraba que nadie fuera a recordar su nombre, así que a la mañana siguiente corrió, desesperada, a casa de Sue para pedirle que entregara uno de sus escritos a Bowles. Cuál fue su sorpresa al descubrir que el reportero en persona se encontraba ya en el salón del domicilio. Era curioso, pero últimamente siempre le veía merodear por allí. «O puede que seas tú quien ha empezado a ser más consciente de su presencia», se dijo en un suspiro.

Los días venideros a la entrega de su poema, no había dejado de pensar en él y la ansiedad hacía mella en su cuerpo. Sentía una extraña conexión con ese hombre, como si por el hecho de haberle entregado su poema, también le hubiera convertido en dueño de una pequeña parte de ella. ¿Qué ocurriría si lo rechazaba? ¿Si decía que no era suficientemente bueno? La incertidumbre se había instalado en su cabeza y era el motivo por el que no conseguía dormir.

Se deslizó a través de la cama, tapándose con una gruesa manta grisácea, y se acercó a su escritorio. Si no podía conciliar el sueño, al menos aprovecharía para escribir. Afiló sus lápices y tanteó un par de veces el reverso de una hoja de papel, pero las palabras no fluían por más que lo intentara.

Mordisqueó la madera del lápiz, inquieta, mientras el cuerpo se balanceaba en busca de algo. «Creatividad, inspiración. Eso es lo que te falta», se recriminó. Los nervios se trasladaron al repicar de su pie contra el bajo del escritorio y la frustración ascendía del mismo modo que los rayos de luz empezaban a filtrarse por su ventana.

Había pasado otra noche en vela. Sin escribir absolutamente nada.

· · ·

Las discusiones le quitaban toda la (ya de por sí escasa) energía que tenía. Austin estaba empeñado en convertirles en una especie de familia feliz y ahora pretendía que ella estuviera encantada con su decisión de adoptar a sus dos primas. No le había consultado, ni pedido opinión. ¿Y se suponía que Sue debía acatarla sin más? ¿Acaso era un monstruo por no querer tener un recordatorio viviente de lo dura que fue su infancia como huérfana? Tenía claro que cada vez que mirase a aquellas crías a los ojos, se vería a sí misma. Esa dolorosa parte de sí misma que tanto se empeñaba en enterrar.

Soltó la carta que Sam le había enviado y subió las piernas en el asiento, escondiendo la cabeza hasta hacerse un ovillo. Quería desaparecer, pues se sentía demasiado cansada como para salir adelante.

Sue... no puedes seguir así.

Cuando alzó la vista, vio el rostro de Emily observándola a través del espejo. La joven llevaba el cabello recogido y un vestido oscuro. Parecía preocupada.

—¿Es que no vas a dejarme nunca?

Ya sabes que no soy yo quien decide eso —mencionó, acercándose. Hizo el ademán de poner la mano sobre su hombro, pero la apartó—. ¿Quieres hablar sobre lo que ha pasado? Si necesitas consuelo, podría ayudart...

—No puedo, Emily —la interrumpió, los ojos enrojecidos y al borde de las lágrimas—. Maldita sea, no puedo.

Te estás presionando demasiado. Odio verte así.

—Estaré bien. No quiero volver a ser la Sue de antes... la "pobre Sue" a la que todos miraban por encima del hombro y en la que nadie se fijaba realmente —masculló, la voz rota.

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