Cargo de conciencia

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A María le había costado varias horas conciliar el sueño la noche en que Luisita se marchó de su departamento y, para su desgracia, una vez dormida no había conseguido descansar. Extrañas visiones la habían asaltado, además de sensaciones persecutorias en las que, intentaba ayudar a Luisita a salir de ese terreno pantanoso, pero que no podía lograr exitosamente, escapaba de sus manos sin poder hacer nada. Al final se había despertado antes de tiempo, por lo que se propuso adelantar su horario y llegar antes a la biblioteca con intención de aprovechar el día.

Tampoco había logrado concentrarse en el trabajo, cuya consecuencia más directa había sido el haber tecleado mal su clave en varias ocasiones, colapsando el acceso a la red en el despacho de secretaría y, para colmo, había derramado el café sobre una de las alfombras carísimas de París que su jefe había adquirido prácticamente de saldo en una reciente subasta del Ayuntamiento. Alguien le preguntó si estaba enferma o tenía algún problema, pero ella lo negó exhibiendo su sonrisa de bibliotecaria experimentada, en cuanto se llegó su hora de salida, se fue casi queriendo huir de la mala suerte, dispuesta a encerrarse en su apartamento y enfrentarse a su maldición.

Durante su camino a casa y presa de la frustración, decidió llamar a Angy y Ana nunca le habían fallado y eran tan predecibles como sólo pueden serlo los verdaderos amigos.

—¿Qué te ha pasado hoy, María? —exclamó Ana.

—No me encuentro bien —respondió ella. —Se llama cargo de conciencia.

—¿Qué has hecho ahora, doblar la primera página de algún libro? ¿Has vuelto a recomendarle a alguien aquel libro de cocina rara? Al fondo se escuchaba la risa contenida de Angy.

—Parecen un dúo cómico, pero nada gracioso —replicó María.

—Huy, parece que miss mery no anda de ánimos. Cuenta que sucede

—Luisita se ha ido —explicó María

—Sí, era de suponerse, se casa en unos días, ¿no?

—Sí, pero no se ha ido como debería.

—Se ha ido caminando, saltando o ¿Qué significa eso?

—Hemos discutido. Hemos hablado de eso que tanto me ha atormentado

Un silencio al otro lado de la línea confirmaba la importancia de aquella confesión.

—¿De qué bebida prefieres? ¿Qué te atonte o que solo te relaje?

—Que tonta eres. Pero de las dos no caería nada mal

—Vale, ya vamos para allá.

Diez minutos después, Ana y Angy hacían su aparición en el apartamento de María. Tenía ya preparada la comida y lagunas frituras para acompañar una de esas tardes que sentaban jurisprudencia. Se acomodaron en las sillas de siempre a escuchar el relato que la anfitriona tenía que contar sobre los acontecimientos derivados de la estancia de Luisita en aquel piso, una historia llena de sorpresas que, al terminar, se hizo acreedora de un largo minuto de silencio. Luego, como solía ser habitual, Ana rompió el silencio.

Has juzgado y condenado a tu prima, pero ahora te sientes mal y tienes cargo de conciencia porque sabes que en el fondo no fue lo de Amelia lo que te hizo sentir esa rabia, sino el hecho de pensar que ella simplemente dejó pasar lo de la carta, que nunca le dio importancia y que se había dejado embaucar por su madre y ahora que sabes cómo sucedieron las cosas, pues te sientes así por como actuaste con ella.

Si, en parte tienes razón, a parte mi ego estaba un poco roto

—Cual ego María, tu nunca has sido de egos, eres una persona esplendida. —Aseguró Ana.

—María, ¿por qué vino tu prima a Nueva York el miércoles pasado? —preguntó Angy.

—Quería visitarme.

— ¿Por alguna razón especial?

—Quería que nos viésemos antes de convertirse en la señora Fernández. —hice una pausa. —Porque no voy a ir a su boda.

—¿Y por qué? —Preguntó ahora Ana

—Pues porque no soy bien recibida en la casa de los Gómez.

—Por Dios, María, tienes veintiocho años, la famosa carta fue hace una década y todo el estado de Massachusetts sabe que eres lesbiana. Hace años te prohibieron ver a tu prima, pero no se cumplió tal prohibición ¿Por qué?

—Por qué Luisita vino a verme a Nueva York.

—Así es, y ¿Cuántas veces ha venido a verte a Nueva York?

—Varias. Muchas, diría yo.

— ¿Y cuántas veces has ido tú a visitarla, cuántas veces la has buscado en Boston para un encuentro?, nunca ¿verdad?

María se quedó callada de nuevo bajando los ojos por primera vez asintiendo ante esas preguntas.

—Es evidente que tu prima no es como la bruja de su madre —sentenció Angy gesticulando con los dedos. —Incluso me atrevo a jurar que te quiere mucho.

—Y en cuanto a lo otro —añadió Ana. —Bueno, es difícil culparla por enrollarse con la chica del gimnasio. Es que está como para chuparse los dedos

Rieron ambas mientras María le daba un manotazo y se cruzaba de brazos, indignada.

—¿Qué pasa con el engaño?

Las otras dos se miraron de reojo entre ellas como si claramente pudiesen reconocer un horizonte más lejano que María.

—Es una mujer enamorada, María —justificó Angy. —Tú sabes lo que eso significa. Endorfinas, idiotez, locuras.

—Sobre todo, locuras y, a veces, las mentiras son el único camino. ¿Quién no ha mentido alguna vez sobre sus propios sentimientos?

María asumió la improvisada lección como una pedrada en la conciencia. Se levantó para acercarse a la ventana, levemente abierta, entre reflexiones pensaba que es verdad que durante todos aquellos años el miedo había mantenido una absurda situación de lejanía que ya no se justificaba con nada y, tal vez, tampoco había sabido aceptar que, su querida Luisita, pudiese llegar a estar enamorada de una mujer.

—No debió irse con Sebastián. No la he ayudado, no supe que hacer cuando él llegó, ella no lo quiere y, si se casan, no me lo perdonaré en la vida.

—¿Vas a ir a Boston a impedir la boda? —gritaron las otras emocionadas.

—Haré algo mucho mejor que eso.


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Hola de nuevo.

Una disculpa por la tardanza, pero aquí les dejo un nuevo capítulo, si, algo corto y se que no sabe a nada, pero... Sorpresa! Les daré otro capítulo un poco más largo.

10 días para ADonde viven las historias. Descúbrelo ahora