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Zoe tenía esposo, pero nunca estuvo enamorada; tenía hijos, pero hacía mucho que perdió la inspiración maternal.
Ella conocía el rechazo.
Sin recibir golpes físicos, su cuerpo le dolía. Viviendo en ambientes  educados, fue vilipendiada en silencio: ignorada por sus padres, burladada por sus amigos escolares, repudiada por el único novio que tuvo, y maltratada emocionalmente por su marido.
Esa tarde Zoe aparecía más delgada de lo que era (su esbeltez extrema causaba la impresión de un serio problema alimentario); tenía ojos ambarinos, piel blanca y cabello oscuro. En la adolescencia, sus hermanos le decían “la bruja de Salem", comparándola con la hechicera de mirada intensa y cabello largo, negro, que protagonizó una famosa película. Por eso, desde joven se cortó el pelo al nivel de la barbilla y no volvió a dejárselo crecer.
Aunque estaba en apuros, evitaba buscar ayuda. Sabiéndose enferma, no le apetecía sanar. Sufría el agotamiento de la soledad nociva, la corrosiva, la que le guillotinó el corazón centímetro a centímetro en los últimos años.
Zoe solía manejar un auto viejo; un auto cansado; tanto como ella... ¿y si se estrellará en la carretera? Dicen que muchos accidentes automovilísticos fatales son producto de impulsos suicidas (al llegar a la curva, el conductor decide acelerar en vez de frenar)...
Esa tarde se animó. Tomó el volante con todas sus fuerzas y se precipitó hasta el fin.

Mientras RespireDonde viven las historias. Descúbrelo ahora