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Ana era rubia de ojos claros y piel de canela. Cuando caminaba, hacía girar la cabeza de los transeúntes al pasar. Pudo ser modelo o actriz, pero la vida la llevo por litorales muy distintos. A causa de su belleza, se le endosaron fantasmas despiadados que la acompañaron desde niña y estuvieron a punto de destrozarla varias veces.

Alguna vez escucho a especialistas asegurar que cuando un individuo se quita la vida, el demonio del suicidio permanece rodando en su familia hasta que logra poseer el alma de otro inocente (un hijo, un hermano, un padre) y después otro y otro más... Eso le parecía un cuento de terror. Pero su abuela se suicidó. Y ahí estaba ella. Cuestionando la autencidad del cuento y observando el cuchillo en sus manos; una hoja de acero inoxidable afilada como navaja de afeitar.

Imaginó haciéndose una incisión precisa, profunda, que no dejara de duda de su cálculo. Se puso el cuchillo en el cuello.
No. Iba a ser difícil llegar a la yugular; está muy profunda; detrás de la tráquea. Cambió de sitio. Puso la punta afilada en la boca del estómago y se preparó a empujar como hacían los japoneses ancestrales practicantes del harakiri.
Temió no tener fuerzas suficientes. Revisó el filo de la navaja. Volvió a modificar su posición; abrió la palma de la mano izquierda y busco sus venas.

¿Por qué si había pensado mucho en esto, le resultaba tan difícil? ¿Por qué, si ya estaba muerta en un cincuenta por ciento, no podía completar el asunto?

El cuchillo reflejó la luz de la lámpara en su rostro. Entonces lo supo. Tuvo una revelación. No podía quitarse la vida por ella misma. Si no tenía valor para existir, menos para arrancarse de tajo la existencia. Alguien tendría que empujarla. A eso podría nombrarle “tesis del arrojo". Aunque un individuo crea tener el valor para ciertas prácticas extremas por primera vez (como arrojarse de una paracaídas, cometer actos vandálicos, o inyectarse una droga devastadora), en realidad no puede hacerlo solo; necesita el apoyo destructivo de otras personas. O dicho más simple: Para aventarse al abismo, siempre ayuda un empujón.

En ese momento sonó el celular. Ana movió la cabeza expeliendo un reclamo.

—¿De veras?

Era típico. En las telenovelas, el teléfono sonaba siempre que alguien se iba a suicidar, y del otro lado se escuchaba una canción religiosa o especie de murmullo divino que iluminaba el alma del suicida y lo disuadía de sus intenciones. Ana levantó las manos en un gesto de sátira. El celular seguía vibrando. Seguro no era un ángel. Y si lo era, quizá pretendía decirle que dejará de jugar y se cortará las venas de una buena vez.

Miró la pantalla. Su amiga Mireya.

Puso el cuchillo sobre el lavabo y contestó con tono de ultratumba.

—¿Sí?

Pero la voz que le respondió era peor todavía.

—Ana... estoy muy mal...

—Aja...¿qué tan mal?

—Deseperada. Sin ganas de nada— la voz de Mireya se atoraba, pastosa, con dicción inintegible y ronca—, me tomé una botella entera de pastillas para dormir. Pero vomité.

Ana se sentó sobre la tapa del retrete y emitió una especie de llanto combinado con risas. ¿Mireya le había llamado para pedirle ayuda?, ¿para contarle su zozobra, y recibir frases de aliento?

—Te equivocaste de número.

—¿Qué?

—¿Me llamaste para que te motivara? ¿Para oír que todo mal es para bien? Ay, amiga... A mí me encontraste en el baño, frente a un cuchillo.

Mireya no respondió. Pasaron un par de minutos en silencio. Ambas sabían que seguía ahí, del otro lado de la línea, porque podían escuchar sus respiraciones entrecortadas.

El celular de Ana vibró de nuevo. Había un cuadro de texto. Lo leyó. Era el colmo. Luego preguntó.

—¿Mireya? ¿Sigues ahí?

—Ajá

—Escucha. Es increíble. Acaba de llegarme un mensaje de Zoe... dice que hoy sufrió un accidente en el que casi se mata; está desmoralizada—hizo una pausa enfantizado la ironía—, esto es una pandemia.

—Me estalla la cabeza.

—A mí también.

Pero no era la cabeza. Era el alma... era la montaña de recuerdos ingratos y aplastantes. Era la falta de razones para seguir luchando, traducida en falta de aire... en asfixia lenta.

—¿Qué más dice Zoe?

—Que está en el Café Holandés, frente al parque, sola. Quiere vernos.

—No sé si pueda caminar hasta allá.

—Pide un taxi.

Mientras RespireDonde viven las historias. Descúbrelo ahora