4. Descubrí que Clover puede decir más de dos palabras en una sola oración

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Entré a mi habitación como un bólido.

Habitación que compartía con, adivinen quién. Sí. Con Clover Edris. Mejor conocida como el amor platónico de Magnar.

A pesar de que compartíamos habitación, Clover y yo no éramos en absoluto unidas. No es que nos odiáramos, es que era difícil entablar amistad con alguien que era una tumba. Clover dormía mucho, estudiaba mucho más y hablaba casi nada. Y por esa razón no tenía ni la menor idea de por qué mi abuela la pondría como mi tutora.

¡¿Como se supone que iba a ayudarme con mis notas si ni siquiera hablaba?!

Aunque, era ratoncito de biblioteca, así que tenía sentido que mi abuela la escogiera a ella. Además de dormir en la misma habitación que yo por lo que podía mantener un ojo encima de mí.

Es difícil compartir habitación con alguien y no volverte cercana a esa persona, pero con Clover era bastante difícil.

A veces, entendía por qué Magnar no se animaba a hablarle. Si le decías algo, su rostro se ponía rojo por completo y entraba en pánico. Pobrecita, quizás era demasiado tímida y yo la estaba juzgando. Y para rematar, había planeado hechizarla con una poción de amor.

Lo bueno era que si se convertía en mi tutora, podía hacer de intermediaria y preguntarle por Magnar como si no quisiera la cosa.

Ah, y hablando de Magnar, no podía dejarlo solo haciéndose cargo de mis zombis. Tenía que averiguar cómo deshacerme de ellos. Así que estaba poniendo mi lado de la habitación patas arriba tratando de buscar el libro de nigromancia de donde había sacado el hechizo para despertar a Cigryr. No lo conseguía por ningún lado.

Es decir, si lo pensaba bien, sería muy divertido tener zombis sirvientes que hicieran mis deberes y yo no tener que preocuparme por nada. Pero mi abuela me había dado un sermón sobre eso. Le había preguntado amablemente si ella podía devolverlos a su tumba y me había soltado un no rotundo, porque según ella tenía que resolverlo por mi cuenta.

Como era obvio, nadie en la escuela sabía que Morgana Murray era mi abuela. Ni siquiera Magnar. Si de por sí casi todos me tenían idea y me hacían a un lado por ser una Corbett y según ellos tener todo en bandeja de plata, la cosa sería peor si se enteraban que la directora era la madre de la mía. Así que si ella se inmiscuía en el asunto de los zombis, la gente podía sospechar y no queríamos eso.

La política de la Academia era dejar que los alumnos se hicieran cargo de sus errores mágicos y los resolvieran por sí solos. Una política muy correcta si la veíamos desde el punto de vista de que cada quien tenía que enfrentar las consecuencias de sus actos.

Pero injusta si no tenías nada que ver con lo que había sucedido.

Entonces, ¿por qué no lo resolvía quien lo había hecho?

Yo estaba muy segura de que no era mi culpa. Iba a demostrarlo, aunque primero tenía que averiguar cómo. Y primero, tenía que encontrar ese libro.

Y pensándolo bien, ¿por qué había vuelto a los zombis mis sirvientes? Si yo despertaba muertos era para mi beneficio, no para el de alguien más. Así qué, ¿por qué despertarlos para que me hicieran caso solo a mí? No le veía ni pies ni cabeza a ese asunto.

¿Y dónde estaba el maldito libro?

Había dejado mi armario hecho un desastre con la ropa tirada en el piso y mi mueble de madera blanco donde guardaba mis accesorios y mi ropa interior había quedado casi que al revés.

Parecía que un duende hubiera arrasado con el lugar.

Resoplé y sacudí la cabeza. Tenía la mente llena de demasiadas cosas y no recordaba dónde lo había puesto.

Bibidi, Babidi ¡Ups! Donde viven las historias. Descúbrelo ahora