Prólogo

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El tiempo pasa de una manera abrumadoramente lenta, el sol y mis propios pensamientos son mi tortura. "Si tan solo no hubieras sido tan estúpida", "Si están muertos, será tu culpa" me dicen constantemente mis pensamientos. Los rayos de sol se intensifican por el techo de cristal, una celda hecha para lunares. Por las noches cubren el techo, para que la luna no llegue a mí. Ojalá la luna me diera poderes mágicos, tal como mis antepasados lo hicieron. Usaban la luna para sanar, defenderse, atacar, formaba parte de su día a día. Pero simplemente esas artes comenzaron a ser olvidadas hasta volverse no más que cuento, al igual que los elfos, enanos, dragones, las criaturas feéricas. Por el día, el inclemente sol me tortura, quema mi piel y por la noche, mis pensamientos no me dejan dormir. Mi mente repasa desde el primer día de la guerra hasta hoy, intentando evitar que los pensamientos de culpa afloren, pero cada vez que cuento la historia, llego a donde todo se vino abajo.

—No, tienes que ser más convincente Wilhelmina— dijo Derko.

— Llora un poco, servirá— dijo Eidluk, con una pequeña sonrisa.

— Pero no quiero llorar —dije, nunca me ha gustado que me vean llorar. No dejaré que los cocineros vean mis lágrimas, aunque sean falsas, claro.

—Vamos, Mina, es por tus hermanos— Derko sonrió y me hizo una caricia en el brazo que se transformó en un pellizco.

—¡Ay! — grité, y le brinqué encima a Derko. Mis otros cuatro hermanos reían por la escena de una niña de nueve años montada en la espalda de un muchacho de diecisiete años mientras era golpeado por ella. Bajé de su espalda mitad enojada y mitad riendo. Me vi de reojo en el espejo y estaba despeinada, con las mejillas encendidas y los ojos brillantes de felicidad, si me tallaba un poco los ojos parecería que estuve llorando...bien, eso servirá.

Camino a las cocinas, intentaba poner cara seria. De mí dependía buena parte del plan. Llegué a las cocinas y entré como un ratoncito. Me aseguré de hacer el ruido suficiente para despertar a Carmen, la cocinera principal, una mujer de ojos verdes, regordeta y con canas que empezaban a asomarse si cabello castaño.

—Eidluk y Derko se comieron mi tartaleta de frutas— dije mientras me tallaba los ojos y hacía pucheros.

—Ay pobrecita niña — dijo Carmen, amaba a los niños y no se resistía a sus caritas tristes así que siempre tenía postres listos para cualquier situación —ya vuelvo— me pellizcó una mejilla y salió por una puerta de las cocinas.

Escuché el sonido de unas botellas de cristal tintineando. Oh, estos idiotas tenían que ser tan ruidosos. Por suerte los cocineros lavando los platos y cazuelas de la cena disimularon ese ruido.

Carmen regresó y me lleno los brazos de tartaletas de frutas.

—Todas para ti, pequeña— apretó mi nariz por un segundo y regresó a sus labores en la cocina.

Regresé por los pasillos un poco nerviosa por mis hermanos pero feliz y con los brazos rebozantes de tartaletas.

Mis habitaciones y las de mis hermanos estaban todas en la misma torre del castillo. En el último piso de la torre hay una sala común, tiene sillas y cómodos sillones regados alrededor de una chimenea, por las paredes hay tapices que representan las fases lunares, el piso es una hermosa alfombra azul raída por el tiempo. Por los ventanales se ven las montañas, la luna y buena parte del Reino de la Luna. No hay muchos muebles. Mis hermanos y yo tendemos a ser algo caóticos así que madre, la reina Katerina, optó por llevar los muebles a otro lado del castillo por nuestra propia seguridad.

La chimenea estaba encendida. Daniv, sentado en un sillón, tenía en el regazo varias botellas de vino tinto solares. Si algo hacen bien los solares, es el vino o eso es lo que oigo decir a padre, el rey Percival, cada vez que abre una botella de tinto. El vino solar es uno de los mayores gustos culposos de los lunares. Tienen un sabor fresco y ligero que cuando menos te lo esperas, se te sube a la cabeza y hace que los hombres más robustos apenas puedan sostenerse en pie.

Derko comenzó a repartirnos copas llenas, la mía, la de Maron y Dethvark, hasta la mitad. La de Daniv, Derko y Eidluk, llenas hasta el borde. Brindamos por todo lo que se nos ocurrió, por un regreso lleno de historias de Daniv, Derko y Eidluk, por la victoria del Reino de la Luna; por Carmen y sus tartaletas, por no ser descubiertos por madre y padre; por Agatha, la prometida de Daniv con quién al regresar de la guerra, se casaría.

Media copa de tinto bastó para embotarme los sentidos y con tres copas, Eidluk comenzó a cantar canciones soeces que escuchó en las caballerizas, canciones por las que madre le castigaría. Entre risas y canciones, fui consciente de que pasaría mucho tiempo antes de volver a tener una velada como esta. Las guerras podían alargarse por años, pero tienen que terminar, y además los lunares somos los buenos y los buenos siempre ganan, ¿no?

Deseé poder enfrascar esta noche y poder abrirla cuando Eidluk, Daniv y Derko se hayan ido. La luz de la luna iluminaba el oscuro cabello de mis cinco hermanos, la fogata se reflejaba en sus verdes ojos. La sonrisa de Daniv ligeramente inclinada a la izquierda, la nariz torcida de Derko de cuando se la rompió la vez que le estrellé mi espejo de mano en la cara porque rompió mi muñeca favorita, la cara llena de pecas del tambaleante Eidluk, los hoyuelos en la sonrisa de Maron, las regordetas manos del pequeño Dethvark sosteniendo la copa entre ellas. Mis hermanos son prácticamente idénticos entre ellos, todos tienen el cabello tan negro como la noche y sus ojos son verdes, tienen la misma cara delgada y afilada y complexión delgada, altos y de manos finas. Aunque todos dicen que la única diferencia entre ellos son sus edades, yo encuentro más diferencias. Podría distinguir uno de otro solo con ver sus ojos, Daniv tiene las pestañas más largas, los ojos de Eidluk son verde esmeralda, mientras que los de Derko se asemejan más a los brotes de la hierba cuando la primavera llega, Maron tiene los ojos de un verde tan claro que bien podrían ser grises y Dethvark, tiene un ojo del color de la hierba y el otro, de un verde más bien terroso. Yo no me parezco a mis hermanos tanto como me gustaría, no soy tan alta como ellos, pero tengo los mismos rasgos afilados. Mi cabello cae en una larga trenza hasta casi llegar a mi cintura, una trenza casi tan clara como la luna y mis ojos son más grises que verdes. Cualquiera habría pensado que es difícil ser la única mujer entre cinco hermanos varones, pero por suerte los seis compartimos el mismo espíritu caótico. Son incontables los huesos rotos, hematomas, torceduras y chichones que nos hemos hecho, pero también lo son las risas y los momentos alegres.

Cuando solo faltaban un par de horas para que el sol comenzara a asomarse entre las montañas que rodeaban al nido, cada quién se fue a su habitación. No queríamos que la noche acabara, podríamos haber seguido así toda la vida y no nos habríamos quejado. Bajamos las escaleras hasta llegar al piso donde estaban nuestras habitaciones, Derko, Eidluk, Maron y Dethvark entraron a las suyas y me quedé sola con Daniv. Daniv fue consciente de ello y se arrodilló frente a mí para dejar sus ojos a la altura de los míos.

—¿Quieres que te llevé a la cama? — preguntó. Asentí haciendo un descomunal esfuerzo para no llorar.

—Vamos, Mina —me levantó en brazos y me llevó hasta mi cama con dosel. Me arropó y se sentó al borde de la cama. Recordé todas las noches que me contaba historias para dormir y las lágrimas asomaron por mis ojos, pero no salieron.

—¿Quieres que te cuente un cuento de despedida? —, volví a asentir. Sentía que si hablaba el nudo de mi garganta dejaría de retener a las lágrimas en mis ojos.

—¿Cual quieres?

—El del Caballero Plateado —dije en un tembloroso susurro.

Daniv se recostó en mi cama y comenzó a acariciar mi cabello.

—Bien, había una vez...

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