Capítulo 21. «Nacimiento desastroso»

112 27 2
                                    

—¿Estás seguro de que quieres luchar? —preguntó Raniya, divertida—. Llevo a tú hijo en mi vientre. Un mal golpe podría... —entonces, exclamó—. ¡Ya sé! Lo haré más fácil.

Dafaé negó con la cabeza. Zedric, por su parte, entendió en sus gestos lo que ella estaba apunto de hacer. La imagen fue dura, cruda, y sanguinaria, Raniya se acostó, Dafaé cortó, y el niño nació.

Era hermoso. Zedric lo había visto antes en sueños, y sabía que sería así, más, al verlo, frente a él, de aquella manera, rogando por amor, llegando a la vida de tal forma, algo se quebró en él. Era demasiado para ser asimilado de aquella manera, más aún cuando, tan pronto como nació, fue transportado lejos de ahí.

—¡No! —Piperina seguía furiosa. Dafaé lo había mandado lejos en un parpadear, lo había sacado del vientre de Raniya para luego irse, llevándolo en sus brazos a quién sabe dónde. Aún no tenía el poder para transportarse de la manera en que ella lo había hecho. El monstruo tampoco estaba ya para ayudarlos, no había manera de perseguirla, de saber a dónde había ido.

Raniya se levantó entonces. Tal vez no tenía el poder para volver a su forma original, pero sí para componer su cuerpo y arreglarlo como le diera la gana. Sonreía, le había gustado ver el sufrimiento de Zedric, la manera en que había sufrido por su hijo. Aquel niño tenía mucho poder, más del que cualquiera pudiera notar a primera vista. No lo daría tan fácilmente, pero tampoco se arriesgaría a luchar con él en el vientre, sería pesaroso y tendría menos chances de ganar.

Zedric se adelantó, corrió, llegando por detrás de Raniya y tomándola de las muñecas. Ella reaccionó propulsándose hacia atrás y dándole un gran cabezazo, así como utilizó la fuerza de sus piernas y brazos de tal manera que lo mandó lejos, tan lejos que chocó contra una de las esquinas de la cueva. Este sintió el impacto en todo su cuerpo, le dolió la manera en que sus huesos crujieron, una gran sensación que apenas si podía asimilar, más no había tiempo de pensar en eso, porque ella ya estaba cerca, viniendo hacia él, con todo su esplendor. Llevaba una especie de guantes helados detrás de ella, su piel resplandecía en un humo helado y mortal.

Zedric usó su propio poder, mandándole a Yian por una conexión mental que lo teletransportara antes de que ella pudiera alcanzarlo. Entonces él, con sus defensas débiles, cedió, y Zedric apareció al otro lado de la habitación antes de que Raniya pudiera percibirlo.

—¡Pongan sus escudos mentales! —mandó Raniya que, de forma impresionante, consiguió detenerse antes de chocar estrepitosamente contra la cueva. Avanzó de nuevo hacia Zedric, más Piperina, con su poder, la detuvo antes de que pudiera hacerlo tomándola de las muñecas. Se miraron fijamente, Raniya estaba retando a Piperina con su ferocidad. Más Piperina, inalterable, solo la miraba, buscando algo más, buscando a su hermana.

—Amaris... —murmuró. Fue un sonido apenas imperceptible—. Vuelve.

—Ella ya no está aquí —sentenció Raniya. Zedric miraba  fijamente aquella imagen, más también estaba presto a notar la manera en que la mente de Raniya reaccionaba, una especie de combinación de sentimientos, algunos bloqueados, pero todos de Raniya. Tenía un escudo fuerte para que no entrara, más aún así podía ver dentro de ella. Entonces, Raniya dejó que el hielo avanzara a través de la piel de Piperina, que afiladas dagas de poder se incrustaran en ella, y su sangre, dorada, cayera al suelo.

—No —volvió a decir Piperina—. Yo sé que si está.

La lucha se intensificó. Ambas daban y recibían golpes de sus brazos y extremidades, era una danza de movimientos rápida y desordenada. Zedric se movió y se metió en la pelea. Con una mirada, una sola mirada, pudo decirle a Piperina que no siguiera interfiriendo, que él necesitaba resolver aquello. Aún así, no encontraba nada, ni un rastro de Amaris que pudiera salvar, de su mente.

Raniya alzó las manos y llamó a una espada que le hiciera segunda en su intento de defenderse. Era buena, demasiado, y Zedric le devolvió cada golpe con una resignación latente. Izquierda, derecha, bloqueo, un paso atrás, otro adelante, evadir, moverse, todo lo hizo, una y otra vez, pero, y a pesar de tener a su bebé en el mundo de los vivos, de tener un reino esperando a su regreso, Zedric no pudo seguir luchando. Perdió la concentración, se detuvo en un abismo de oscuridad y melancolía. Todo lo que quería parecía haberse perdido una vez que Amaris ya no estaba cerca.

Los ojos de Raniya parecieron brillar por un instante, uno muy breve, al momento en que notó que los ánimos de Zedric ya estaban por los suelos. Tal vez ella no podía leer la mente, más era buena para leer las emociones de los demás. Aprovechó, entonces, la falta de ánimos de él para arremeter en su contra con todas sus fuerzas, movimientos rápidos y concisos que no tardaron en acribillarlo. Un corte, una simple puñalada en el estómago. Todo eso fue suficiente. Zedric miró su sangre caer al suelo, más no parecía haber dolor más grande que haber perdido a su amada, y, cuando volvió su mirada hacia Raniya, no pudo más que rendirse. Llevó entonces su mano hacia la herida, dónde la daga estaba enterrada, y la enterró más.

—Házlo —dijo entonces—. Mi vida no es vida si no está ella.

Raniya apretó la daga aún más. Sus ojos se encontraron, se retaron, más, entonces, algo cambió.

—No —aquello no lo dijo Raniya, sino Amaris—. ¡No!

—Amaris, ¿Eres tú? —preguntó Piperina. Ella lloraba, lloraba a mares, más, cuando alzó la vista hacia su hermana, de alguna manera, logró controlarse.

—Sí, soy yo —contestó. Luego giró su mirada de vuelta a Zedric, sacando la daga y curando su herida. Aprovechó ese pequeño lapso de tiempo para darle un pequeño beso casto a Zedric, luego dijo—. No hay tiempo. Tienen que irse.

—Quédate, amor, quédate —rogó Zedric. Otra lágrima, casta, cayó por las mejillas de ella, luego dijo:

—Las cosas tienen que ser así, mientras más tiempo pierdan aquí menos probabilidades habrá de ganar. Vuelvan, luchen, venzan, y consigan la victoria.

No dió tiempo de decir más. Amaris alzó las manos, atrayendo a Yian con su hielo y mandándole con ojos fieros que los transportara lejos de ahí.

—Ya no tienes a quien servir —dijo—. Huye y quédate con Zedric hasta que el sol vuelva a caer.

Silencio. Nadie se movió al escuchar esa voz, tan firme, tan determinante, que daba indicios que un futuro tan cercano como incierto. Todos estaban ahí, desde los más grandes amigos de Amaris hasta sus más grandes enemigos. Ella los miró a todos antes de irse, una promesa callada de que, en un futuro, ella regresaría, reclamaría su cuerpo, poder, a su familia, y nadie podría detenerla.

Murmullos de SkrainDonde viven las historias. Descúbrelo ahora