VIII

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Cuando volví a despertar, los rayos del Sol pasaban a través de las rendijas de mi persiana. Levanté un poco la cabeza para mirar el reloj que reposaba sobre la mesita de noche. Las nueve y media. Camila aún estaba sumida en su sueño profundo. La miré bajo el amparo de su letargo. Tenía los labios ligeramente fruncidos, su pelo desordenado cayendo la mitad sobre su rostro y la mitad sobre  la almohada. Un brazo debajo de su cabeza y el otro sobre su cadera. Decidí que las diosas debían de tener su aspecto. Como si realmente hubiera podido sentir que la estaba mirando, lentamente abrió los ojos para mí. En un segundo me encontré nadando en la profundidad de su cafe. Durante unos segundos que parecieron eternos, ella me devolvió la mirada, igualando la intensidad.

– Hola. –dijo al fin con la voz ronca.

– ¿Has dormido bien?

– Perfectamente. –ahogó un bostezo.

– Te prepararé el desayuno antes de que te vayas, es lo menos que puedo hacer.

– ¿Te sientes mejor? –me preguntó.

– Sí. Creo que sobreviviré.

– No tienes que hacerme el desayuno.

– Quiero hacerlo. –rebatí con firmeza al tiempo que salía de la cama.

– De acuerdo entonces.

– ¿Qué te apetece? –le pregunté dándole la espalda.

– Crepês con mermelada de arándanos, y quizás también huevos y bacon...

Me volví para mirarla. Hacerle el desayuno me iba a costar estar medio día en la cocina. Me sorprendió verla sonreírme.

– Era broma. –anunció. – Me conformaré con leche y cereales. No tomo nada más para desayunar.

– Sólo tengo de chocolate. –le dije sin saber si le gustarían.

– Tú y tu obsesión con el chocolate. Está bien, no me disgustan.

Salí de la habitación y antes de comenzar a poner la mesa para el desayuno, pasé por el baño para acicalarme un poco. Al mirarme al espejo, no tuve más remedio que sofocar un gemido. Mi aspecto era realmente pésimo, con unas profundas ojeras que circundaban mis ojos y la piel más pálida de lo normal.

"Adorable", pensé con ironía.

Mientras preparaba el desayuno, bueno, más bien mientras ponía las cosas en la mesa de la cocina, oí a Camila en el baño. Un minuto después se unía a mí en la mesa, aún llevando sólo la larga camisola de mi propiedad. Echó los cereales en su cuenco y luego la leche, todo con gran parsimonia y bajo mi intenso escrutinio. Yo, mientras, me tomaba una rebanada de pan blanco con mantequilla y una loncha de jamón. Un incómodo silencio sobrevino, sólo roto por el ruidoso cereal dentro de la boca de Camila. Imaginé que estaba a punto de decirme algo, por lo que esperé.

– La lectura del testamento será mañana. Debes ir. Tu madre me ha pedido que te haga entrar en razón.

Yo, que estaba a medio camino de darle otro bocado a mi rebanada, me paré en seco. Todo vestigio de hambre se esfumó para mí. Deseché el pan a un lado y sin mirar a Camila hablé.

– No pienso acudir.

– ¿Vas a seguir escondiéndote del mundo aquí dentro? ¿Qué pasa con todo lo demás? ¿con tu trabajo?

– No quiero hablar de eso.

– Tienes que hacerlo. Tu padre ha muerto, Lauren, acéptalo.

Me levanté de la mesa con rabia, haciendo tambalear todo lo que estaba encima de ella. Quería alejarme de Camila y de sus palabras, que me dolían. Al pasar junto a ella, su mano asida fuertemente a mi muñeca frenó mi fuga. Se levantó y yo intenté zafarme de su agarre, pero siempre había tenido más fuerza que yo, así que opté por la vía diplomática.

Mi bella Camila; camren.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora