II. Sin Alma

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Un relámpago blanco cruzó rápidamente el bosque. Su pelo rubio platino, casi de color plata, resplandecía debido a la gran velocidad que llevaba. Llevaba mucha prisa y no debía detenerse por nada del mundo. Su señor debía saber con exactitud lo que había sucedido, lo que aquella estúpida sangre caliente había caído de forma mortífera ante su compañero antes de que él pudiera hacer algo. Por suerte, ella había conseguido escapar. Le había costado un gran esfuerzo no abalanzarse sobre aquella estúpida loba que le había partido el cuello en dos a su compañero. Ahora reclamaba venganza, debía vengarlo.

Vio, con cierto alivio, cómo se acercaba a un enorme castillo de piedra ennegrecida debido al paso del tiempo. Dos vampiros custodiaban el enorme portón que conducía al interior de la construcción. Empezó a reducir la velocidad para hacer frente a los dos centinelas que se mantenían firmes con la vista clavada al frente y los brazos cruzados. Uno de ellos desvió la mirada en su dirección, la vampira se frenó en seco.

-¿A qué viene tanto alboroto? -preguntó fríamente.

Ese tono no molestó a la vampira, ya que los de su especie eran altaneros y creídos. Sólo trataban bien a la gente que les caía bien y parecía ser que aquel centinela no aguantaba mucho las interrupciones de ese tipo. La vampira se mantuvo firme, sin dejar que su rostro dejara ver ningún sentimiento.

-Nahuel ha caído -fue lo único que dijo, como si eso explicara todo.

Ambos vampiros asintieron, dejando ver sus dientes afilados.

-A Sieffre no le hará ninguna gracia -previó el segundo vampiro-. Será mejor que seas tú –la señaló a la vampira– quien se lo tenga que decir, nosotros no tenemos nada que ver en eso.

-Cobardes -dijo entre dientes la recién llegada-. Está bien, iré yo misma -convino con cierta frialdad.

Los centinelas asintieron, aliviados en parte por no tener nada que ver con el asunto que se iba a tratar. Nadie quería enfrentarse directamente con Sieffre, ya que su ira era legendaria, al igual que sus castigos. Únicamente, al parecer, a los que trataba bien eran a sus ocho hijos, a los cuales nadie se les osaba acercarse, por temor a sus represalias o al uso de sus poderes.

-Vamos -la urgió uno de los vampiros.

La vampira asintió secamente y se adentró en el interior del castillo. Estaba todo medio iluminado por las velas que colgaban de las paredes. De vez en cuando se oían chillidos agónicos y se veían a varios vampiros cruzando rápidamente para acallar a los que osaban gritar. La vampira no se distrajo, tenía una única idea en mente y nada ni nadie conseguiría distraerla lo más mínimo. Su búsqueda la llevó directamente a una gran sala, donde se debían realizar las audiencias, al fondo había un trono bastante labrado delante de una enorme cortina de color rojo sangre. Sentado sobre él había un hombre de avanzada edad, con el pelo blanco y profundas ojeras marcaban el contorno de sus ojos.

-¿Qué sucede ahora? -murmuró el viejo vampiro, con aspecto derrotado.

Ella se inclinó e hizo una reverencia.

-Nahuel ha caído. Una chica licántropo se abalanzó sobre él sin que Nahuel pudiera hacer nada; yo estaba olfateando un efluvio de una joven y me separé de él. No pude hacer nada, mi señor. Espero que me perdonéis, pero no pude hacer nada salvo estar atenta para huir.

Sieffre la observó sin que en su rostro hubiera cambio alguno. Una de las características de los vampiros es que eran capaces de hablar sin expresar emoción alguna, lo que les ayudaba en situaciones difíciles, como la que estaba sucediendo ahora.

-Está bien, Rozal. Puedes irte… aunque espero que sea la última vez. Los vampiros somos más discretos y sigilosos que los lobos. Recuérdalo bien para la próxima vez.

Blood. Libro Uno: LylleaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora