5

70 5 0
                                    

—Es increíble la ineptitud que mostró el fiscal Caprola —decía el periodista del noticiero que Caprola acababa de sintonizar—. Los captores de Martina Figueroa, muy astutos quizá, le hicieron creer que este sujeto de campera roja y gorra era uno de ellos, cuando en realidad era un hombre común y corriente que fue a plaza Irlanda para iniciar su rutina de ejercicios, como todas las mañanas. Se sostiene que todo fue una trampa porque los secuestradores sospechaban que Graciela Flores, la madre de Martina, llevaría a la policía al momento de entregar el dinero, lo que efectivamente hizo.

—Exactamente. Pero... A ver, ¿nadie se puso a pensar que estos delincuentes, de los que lamentablemente ya estamos tan acostumbrados, nunca citan a nadie en una plaza de plena Capital para ejecutar un rescate? —dijo el periodista que estaba en el piso. Caprola apretó con fuerza el control remoto.

—Efectivamente —convino otro de los periodistas—. Y bueno, habrá que ver si Caprola sigue como fiscal de la causa, o buscan a otro.

Caprola por fin apagó el televisor. No sabía por qué seguía escuchando a esos imbéciles. "En lugar de decir esa sarta de estupideces, ¿por qué no se ponen a pensar en que, si los delincuentes estos conocían tan bien los movimientos de ese tipo de campera roja, es porque evidentemente viven por la zona?"

El fiscal no hallaba otra explicación. Las descripciones del hombre que los secuestradores habían dado, que Caprola conoció a través de la señora Flores, eran demasiado exactas. Caprola descartaba la hipótesis de que fueran cómplices; ese hombre estaba más perdido que pingüino en desierto, no había posibilidad de que fuera cómplice de los captores de Martina. Y aunque lo fuera, ¿qué había ganado con semejante circo? Además, el sitio elegido, la plaza Irlanda, seguía sin tener sentido... "Si hubiera seguido mi corazonada...", pensó Caprola.

—¿Estás bien, papá? —le preguntó su hija cuando salió de la habitación.

—¿Eh? Sí, sí, estoy bien.

—No mires más la tele, te van a salir canas.

El fiscal se echó a reír.

—El caso está muy difícil, ¿no? —agregó la hija—. Ya sé que pasaron sólo unos días, pero... No sé, capaz es mejor que se lo dejes a otro y listo. Me parece, ¿no?

Caprola sabía que su hija sólo quería ayudarlo. Pero él no estaba dispuesto a abandonar el caso por nada del mundo. Nunca había dejado ningún caso hasta ese momento, ¿por qué lo haría ahora? Además, había pasado muy poco tiempo desde el secuestro de Martina Figueroa, cuando había secuestros que (Caprola lo sabía muy bien) duraban no sólo días sino semanas, y otros incluso duraban hasta meses. Todavía nada estaba dicho.

Y ya sabía cuál sería su próximo movimiento.


**********


Graciela Flores estaba planchando su ropa cuando sonó el timbre de su casa. Levantó apenas la cabeza y soltó un hondo suspiro. Seguro que era otra vez el vecino de al lado preguntando si había alguna novedad sobre su hija. O tal vez era la otra vecina, la del otro lado, la chusma que venía a contarle las novedades que pasaban por la televisión, como si ella no estuviera al tanto de lo que había en la tele (y en verdad nunca había ninguna novedad).

Dejó lo que estaba haciendo y se dirigió a la puerta. Cuando la abrió, se dio flor de sorpresa al encontrar a su ex marido de pie frente a ella. A pesar de la alegría que le produjo verlo, se encontró a sí misma gritando:

—¡Imbécil de mierda!

—¡Ey, ¿qué es ese recibimiento?! Dejame pasar —dijo Mario Figueroa, e hizo a un lado a su ex mujer para poder entrar en la casa.

EstocolmoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora