Ella

61 4 0
                                    

Esa noche mi padrastro me pasó a buscar del trabajo. Ya saben que no lo soporto, pero cada tanto me pasaba a buscar, y a mí me convenía porque así no estaba esperando media hora el colectivo o no gastaba plata en el remís. En general, cuando viajábamos juntos en el auto, casi ni hablábamos. Capaz él me preguntaba cómo me había ido en el laburo o preguntas así, estúpidas y generales. Esa noche, de hecho, me hizo esa pregunta, yo contesté "Bien", y después nos quedamos en silencio.

Después de eso no me acuerdo más. O no me acordaba más, hasta que recuperé ese recuerdo, ese recuerdo borroso.

Me desperté en esa habitación vieja, asquerosa y poca iluminada. Miré a mi alrededor una y otra vez, tratando de entender dónde estaba y qué hacía ahí. Escuchaba las voces de dos personas. Me pareció que una de esas voces la conocía de algún lado, pero estaba demasiado adormilada y perdida como para reconocerte de inmediato.

El tipo ese, el "Jefe", como vos lo llamabas, siempre tenía la cara tapada con el pasamontañas, pero sí podía ver sus ojos, y sentía que me miraba con... Bueno, no sabría decirlo, pero su mirada me daba asco, y no quería que me mirase. Tampoco quería que me hablase, pero se me acercaba y me hablaba al oído. Me decía que todo iba a estar "bien", siempre y cuando me portara "bien". No sé qué entendía él por comportarse bien en esa situación. Pero me ponía nerviosa que me hablase. Tenía miedo... Tenía mucho miedo de que... De que se le ocurriera tocarme.

Y todo se me pasaba, todas las preocupaciones, todos los miedos desaparecían cuando vos estabas cerca de mí. La primera vez que te vi, no podía creer que fueras vos. Creo que estábamos solos y vos no tenías la cara tapada. Se me paró el corazón cuando te vi, estoy segura. "¿Gian?" quise decir, pero como tenía la boca tapada con un pañuelo, no se me entendió. Pero vos dijiste "Sí", sin intención de ocultarte. Estabas de pie, apoyado contra la pared, fumando un porro. Tenías la cara enrojecida y la mirada perdida.

Hice más ruidos para que vos me sacaras el pañuelo. Y al parecer entendiste mi intención. Miraste para todos lados, como para comprobar que no hubiera nadie más, te acercaste a mí y me bajaste el pañuelo, todo sin mirarme.

—Gian, ¿qué hacés acá? ¿Qué está pasando? —te pregunté, pero no contestaste. Seguiste fumando—. Gian, ¿vos sos...? ¿Sos parte de esto?

Asentiste.

—¿Pero qué...? ¿Por qué?

Te encogiste de hombros.

—De algo tengo que vivir —dijiste. Fruncí el ceño y bajé la mirada. No podía creerlo. Se me pasó por la cabeza que todo no fuera más que un sueño, una pesadilla. Pero todo se veía muy real para ser un producto de mi imaginación.

—¿Cómo terminaste acá? —me di cuenta de que mis ojos estaban lagrimeando. Él me miró pero desvió la mirada enseguida.

—La vida, qué sé yo.

Se me pasaron muchas cosas por la cabeza. Y tenía mucho que procesar. No sabía cómo seguir esa conversación, tenía que elegir entre muchas cosas para decir y muchas para preguntar.

—¿Me estás mostrando la cara? —te pregunté. Te encogiste de hombros de nuevo.

—Podés denunciarme cuando esto termine —dijiste—. Ya no me importa.

Nunca te había visto así. Estaba acostumbrada a verte fumar; cuando salíamos, vos solías fumar. Pero nunca tantos porros seguidos. Y esta vez te veías tan... perdido, tan en otra, tan ido... Como si no estuvieras bien, como si no fueras del todo consciente de lo que hacías o decías.

—Dejá de fumar, Gian —te dije—. Te hace mal.

Te encogiste de hombros una vez más.

—Ya lo sé —contestaste—. Pero a mí me hace bien. Me hace pasar bien el rato. Me hace pasar bien los últimos días.

EstocolmoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora