Y, ahí estaba yo. Una vez más en duelo y de luto. Llorando la pérdida de mi querido animal.
Primero fue el caballo. Lo vi un día grandioso, corriendo los campos, cabalgando con la crin ondeando al viento, relinchando, resoplando y pateando ferozmente. Y, al siguiente día estaba tirado en el suelo, con espuma en la boca y esa misma crin enmarañada en una mezcolanza de nudos y restos de excremento, comida y cisco. Su imponencia y supremacía se redujeron a nada. Solo quedaba de él un cuerpo inerte, frío y estéril.
Había perdido ya "seres queridos". Muchos conocidos, amigos e incluso familia. Pero, nunca sentí nada especial, nunca dolió, nunca sufrí y nunca lloriqueé siquiera; ni cuando fue el turno de mi madre, mi padre y mi hermano mayor. Supongo que después de todo no eran seres tan queridos.
Admirablemente y en contraparte; la actual pérdida me fragmentaba el alma, me oprimía el pecho, me llovía los ojos, me producia un dolor gutural y despreciable. Entonces, por primera vez me quejé, sollocé y berreé. Esa muerte me causo tal dolor, hasta el punto de desear partir con él.
Después fue el perro. Un día se encontraba meneando su cola, rascando sus pulgas, persiguiendo las gallinas, durmiendo con el gato y ladrando a todo y nada. Después estaba también convertido en nada. Otro cuerpo tieso, improductivo y lastimero.
Aquella pérdida me destrozó. Aunque, me prive del lujo de caer en la tristeza desmesurada que prosigue al estupor de una muerte inesperada. Ya no era una primicia.
Esta vez sentí un nudo en la garganta, una opresión en el pecho y mis ojos lloviznaron, pero he de aceptar que no dolió tanto. Al menos no al punto de considerar mi propia muerte.
Recordé entonces el viejo adagio: "cuando una mascota muere lo hace para proteger a su dueño", algo así, como una esclavitud ciega. Un acto desbordante de gratitud y lealtad. Dar la vida por quién te dio comida y un hogar. Y, como imaginarán, una persona crédula como yo, claramente no dudaría de la veracidad de tal afirmación. Últimamente había perdido a algunos de los que un día consideré parte de mi familia, lo cual activo las alertas. Sin embargo, no fue hasta la siguiente pérdida que me hice consciente de ello y por vez primera me consumió un pánico arrollador.
En seguida fue el gato, debo admitir mi favorito. Debo decir también que me sorprendió que un ser egoísta, manipulador y engreído fuera capaz de dar la vida para proteger a su amo o ... ¿debería decir, qué en este caso particular el amo dio la vida por el esclavo? En fin, había perdido uno más y esta vez de la peor forma. Hacía ya varios días que notaba su ausencia, no encontré pelos blancos en las sillas, su comida siempre estaba completa, no lo vi dar vueltas a mi alrededor, ni subirse a mi regazo y tampoco sentí el roce de su cola. En su lugar, percibí un terrible hedor que emanaba de la parte trasera de la casa; cuando me decidí ir a ver su procedencia, era el gato. Lo encontré desagradable, deforme, desfigurado y medio comido por gallinazos. Le habían arrancado parte del rostro y las patas, tenía una parte del abdomen diseccionada y se podían ver los intestinos y otras vísceras expuestas, lo rodearon moscas y lo colonizaron gusanos. Una experiencia bastante desagradable. En lugar de hacerle un hueco para darle sepultura como a los demás, opte por echarle tierra encima. No quería tocarlo, ni moverlo, pero, tampoco me agradaba su olor a pudrición y muerte y, menos me parecía justo dejar que otros le vieran en tan deplorable condición. Lo quería lo suficiente para dejar que su cuerpo adquiriera un aspecto aún peor. Un animal tan orgulloso no merecía un final tan humillante y deshonroso; era entonces mi obligación velar para que nadie más presenciara su vergüenza.
Esta fue una pérdida bastante intensa, más por la forma que por la pérdida en sí. Pues, debo admitir que empezaba a sentir alivio de que incluso un ser tan aprovechado y oportunista como el gato, hubiese dado su vida para proteger la mía.
Las perdidas continuaron, otro caballo, dos perros y el último gato. Sin embargo, cada vez fue menos doloroso y hay que decirlo, menos sincero.
Inicialmente sentía tristeza y después un profundo alivio. Parecía que últimamente mi vida pendía de un hilo y constantemente tenía ganas de apagarse. Afortunadamente los tuve a ellos, dispuestos a protegerme y a morir por mi causa.
Al principio quería morir también, para agradecer su gesto de amor, gratitud y lealtad (como mi ego me hacía llamarlo) pero, después me persuadía de que su sacrificio no podia ser en vano, era mi deber honrar sus muertes. Reconozco ahora: lo que realmente quería honrar era mis ganas de vivir.
Estuve tranquilo porque tenía otros seis perros y cinco caballos. Aún contaba con muchas vidas a mi favor; pues, asumí las suyas como propias. Infortunadamente, mi paz se esfumó cuando estos fueron muriendo uno a uno y con ello regresó el pánico aterrador de quien tiene la muerte acechando y sabe que ya anda pisándole los talones.
¿Qué pasará cuando todos mueran?
Había escuchado también que: "los animales se alejan para morir". Quizá para obviar el dolor de su dueño o aún más probable, para evitarse la humillación de ser vistos de una forma tan miserable y vergonzosa. Pero, yo no pude permitir eso, a los que siguieron los obligué a morir frente a mí, en mis brazos, por mi egoísmo y por temor a que se arrepintieran. Tenía que asegurarme que darían su vida por mí, al verme sufrir con ellos no podrían negarme ese derecho. Aúlle, pataleé y grite, fingiendo el peor dolor mientras morían, pero, después lo olvide por completo. Fue solo un falso amor para conseguir lo que quería. Vivir, vivir mucho, mucho tiempo.
Como sabía que no me quedaban muchas oportunidades de canjear mi vida entonces, adquirí más animales, más y más, muchos más; sin escatimar en gastos ni en excesos. Ahora tenía una gran cantidad de vidas a mi favor.
Finalmente tenía la respuesta al interrogante que me había atormentado tiempo atrás, ¿Qué pasara cuando todos mueran? Me considere afortunado ¡pobres, aquellos que no pueden comprar tantas vidas como yo! Los compadezco.
Sin embargo, un día mientras alimentaba los caballos sentí que me faltaba el aire y me punzaba el pecho, me derrumbé en el suelo sin poder moverme. Los vi enloquecer y saltar sobre mí, pateando aquí y allá, relinchando y resoplando, sentí sus cascos y herraduras sobre mí cuerpo, sus patadas en mi cara, mis piernas y mi tronco. Podía sentir todo, pero no podía reaccionar. Perdí el conocimiento y cuando volví en mi no pude saber cuánto tiempo había pasado desde entonces. Solo sé que sentí el olor a polvo levantado, y el aroma ferroso de mi sangre, desperdigada sobre mí y en el suelo, pero supuse que en su mayoría ya seca. ¡Que desperdicio de mi líquido vital! Sentí la necesidad inevitable y abrumadora de sobrevivir; sin embargo, continuaba inmóvil, sentí la sed miserable de quien se pierde en un desierto, la desesperación e insolación de un náufrago. Pero aún y más que nada, sentí el deseo de vivir, quería vivir y creía que de alguna forma podía hacerlo. Incluso pensé: ¿tal vez alguien venga a salvarme? Pero no tenía a nadie, solo a un montón de simples e inútiles animales. Me anime entonces "Lo último que se pierde es la esperanza" pero esta se esfumó cual humo en el aire, cuando vi los buitres rodearme, los vi aproximarse, los vi posarse sobre mí y los sentí arrancar mi carne. ¡Estúpidos animales, debieron cerciorarse de que efectivamente estaba muerto! Pero no lo hicieron. Sentí cada punzada, cada ardor, cada desgarro. Quería tanto poder espantarlos, pero mi cuerpo no era mío, mis músculos estaban flácidos; aunque, igual no había mucha fibra que mover, ya sentía las piernas incompletas y sabía con certeza que no quedaban dedos en mis manos. Lo último que recuerdo fue perder los ojos y tal vez lo que quedaba de mi nariz, si quedaba mucho, porque recuerden que antes ya había sido medio desfigurado. Fue la muerte más prolongada, espeluznante, dolorosa y miserable. Yo que tenía más vidas de las que podía vivir, morí y, de la peor forma.
Todos esos malditos animales ¿de que sirvieron? Yo que alimente sus bocas, compré sus camas, bañé sus cuerpos y peiné sus pelajes. ¡que desagradecidos! ¡que desleales!
Los muy astutos saben quién los ama limpia y desinteresadamente, solo por amor y no por conveniencia. Nunca anticipé que los desgraciados podían ver a través de mí; porqué, al fin y al cabo, cada comida que les di, cada caricia, no era más que una perversa artimaña; un ruin engaño deliberado y bien maquinado para conseguir su favor y canjear sus vidas por la mía.
Ahora que estoy muerto me doy cuenta que deje atrás 108 gatos 83 perros y 43 caballos incluso 15 conejos. Los cuales probablemente fueron muertos tras mi muerte. Los muy perversos e inhumanos prefirieron morir de hambre que dar la vida por su amo.
Fin.
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Los Pesares De Un Miserable
AléatoireCuentos, relatos y retazos de algo. De antemano me disculpo por los cambios constantes pero es inevitable editar de vez en vez (muchas veces) nunca me siento totalmente satisfecha (mi defecto). Los dibujos se los debo a una persona muy importante p...