Capítulo Cinco

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Alessandro:

La noche se desvanecía y las sombras se borraban de las paredes de mi habitación, abriéndole las puertas a la mañana que llegó pálida y húmeda. Desperté con gran gozo y somnolencia entre las sábanas, desnudo, y con el olor áspero del sexo esparcido sobre el cuerpo. Morgan seguía dormida o al menos eso aparentaba, también se hallaba descubierta y con una sonrisa dibujada en el rostro. Era una chica atractiva y deliciosa, y en la cama apremiante y apasionante. Me la había presentado un chico del equipo de fútbol y desde entonces, llevábamos un par de semanas saliendo.

Me senté en la cama, apoyado en la fuerza de los brazos durante unos segundos, tratando de espabilarme.

-Buenos días, mi amor -me susurró con aire meloso.

-¿Qué tal la noche? -le pregunté para no hacerle el feo, aunque pocas ganas eran las que sentía de hablar con ella.

-Ay, Al -se apoyó en el codo y me dejó un rastro suave de caricias en el pecho. Te extrañaba tanto...fue increíble...nunca dejas de sorprenderme.

Me levanté a darme una ducha, en verdad apestaba. Al terminar me coloqué la camisa, el reloj, y el apretado pantalón del uniforme, y también me arreglé un poco el cabello. Morgan seguía donde mismo.

-¿Vas a quedarte ahí el día entero?

-No, por supuesto que no, hoy tengo entrenamiento con las chicas, y exámen de literatura ¡cómo olvidarlo! -me dijo-. Sólo quería verte un rato más.

Sonreí de lado. Era igual que todas.

-Vamos, vístete, que te llevo a tu casa.

-¿Esperarás por mí, amor? -chilló emocionada.

-Sí -le contesté echándome un último vistazo en el espejo-. Mientras no te tardes mucho.

-Jamás te haría esperar, mi amor.

Bajé por las escaleras y desayuné lo primero que vi en la gran mesa. Ni siquiera me tomé las molestias de saludar a nadie de la familia pues los niños detestaban a cualquier novia mía. A madre, a tío, a Ángelo, a Enzo, y a Valentino, los cubría un velo de indiferencia, pero evidentemente la chica no era de su agrado. Padre aún no la había conocido, y tampoco esperaba que lo hiciera.

Tom se apareció a mis espaldas y me dejó caer su mano en el hombro.

-Buen día, Morgan -la saludó Tom y ella le sonrío-. Sandro -se volvió hacia mí-. El tío nos quiere ver.

-Más tarde -contesté cortante-. Tengo que dejar a Morgan en su casa.

-No es bueno hacer esperar al tío -me advirtió-. Y mucho menos por asuntos de mujeres.

-Tienes razón -admití-. Morgan, esperáme en el salón. No voy a tardar mucho.

Sentado al pie de una vieja ventana se hallaba aquel gran hombre. Fumaba buen tabaco de pipa en silencio, muy quieto, ensimismado. Si bien la mañana era fresca y el viento soplaba cálido desde el sur un fuego brillante ardía en el estudio y le caía sobre las arrugas del grave y profundo rostro. Llevaba tiempo sin verlo, su pelo era como la nieve, y las cejas estaban más alargadas quizá, y la cara más marcada por el pasar de los años y la experiencia.

Todos en aquella enorme y suntuosa casa sabían que la atención de padre no huía de mí a pesar de ser el cuarto de sus hijos, y el único en la familia que no se había dejado guiar por él. Era su favorito porque según él había heredado su fuerza, y su inteligencia, y su modo de actuar innato que granjeaba respeto en los hombres. Por tanto me convertiría en el heredero de los negocios familiares cuando sus días tornasen a su fin. Os confieso que hubo un tiempo que las cosas fueron diferentes, fue durante los primeros años de mi adolescencia que padre dudó de mi masculinidad, y se esforzó por hacerme cambiar de parecer. Se convirtió en portador de grandes regalos y de hermosas chicas, también se hizo muy cercano a mí, y me incluía en cada uno de sus asuntos. Afortunadamente, sus inquietudes desaparecieron cuando cumplí la edad de catorce años.

Ojos EmbriagadoresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora