SAUCE LLORÓN: Hallucination

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Shipp: Francis Fitzgerald x Zelda Fitzgerald.

La vida de Zelda siempre fue perfecta. Era la menor de tres, las reglas impuestas por los señores Sayre, y que habían regido a las primeras, no aplicaban con ella. La señora Sayre se permitía consentir a la última de sus hijas, mientras que el juez Sayre mantenía una respetuosa y amorosa distancia en su educación.

Rebelde, soberbia, hermosa y talentosa eran los adjetivos con los que siempre se identificaba, los que mejor la describian. Sus padres siempre la acostumbraron a lo mejor, los límites no existían y Zelda nunca los deseó. Fue por eso que se destacó en el ballet.

Madame la guiaba, le enseñaba cómo podía escuchar con su cuerpo, cómo podía ella crear el ritmo, y poco a poco fue como se encontró frente a un escenario. Los reflectores sobre ella, los aplausos, los halagos... todo la obsesionó, la fascinó. Todo era excelso.

Las fiestas eran lugares frecuentes para ella, la atención masculina aumentaba su ego, la envidia femenina era su disfrute, todo alrededor de los excesos era algo tan nuevo, tan poco explorado, que deseó exprimir hasta la última gota. Fue entonces que llegó Francis. Saltando, bailando y luciendo un sombrero amarillo de fiestas dispuesto a conquistarla, y aunque en ese momento no lo consiguió, ciertamente llamó su atención.

¿Qué fue aquello que la cautivó? No estaba segura. Quizá fue la forma en que la veía, quizá lo mucho que se esforzaba por divertirla, como nunca se quedaba atrás en las fiestas, la suave sonrisa que ponía en su rostro al verla bailar. Aunque su noviazgo fue rápido, la intensidad fue suficiente para hallarse casados unos meses después, convirtiendo a París en su paraíso perdido, aquel hogar lejos de su hogar al que adoraban volver.

Zelda estaba encantada con su marido, adoraba bailar para él, adoraba despertar a su lado en una cama ridículamente grande para ambos y adoraba sentirse como la princesa que decía ser.

— Me encantan tus bailes. — la voz de Francis sonó sedosa en su oído.

El cuerpo de la mujer fluía en el aire, sus movimientos no se escuchaban, todo era tan silencioso y sublime.

— Me encanta tu figura.

Sonrió. Eso ya lo sabía. Dio una vuelta sobre su eje antes de saltar, creando un arco perfecto con sus piernas.

— Miss Gibbs, ¿se acuerda del hombre que le escribió todos aquellos mensajes de amor?

La voz de su marido llamó su atención, buscó con la mirada intranquila al rubio, encontrándolo sentado al lado de una hermosa mujer francesa de altos pómulos y labios rosas.

— Oh, señor Fitzgerald, — dijo siguiendo con el coqueteo. — su esposa se encuentra bailando frente a usted. ¿No debería prestar atención? ¿Acaso no presume siempre de amarla con locura?

— Calumnias.

Su pie se dobló, la música paró y el silencio se instaló en el lugar, lo único que se escuchó fue el golpe sordo de su cuerpo sobre la madera del escenario. Zelda miró a su marido besarle la mano a la dichosa Miss Gibbs, llamarla al oído por su nombre: Gabrielle.

— ¿Acaso no es lo más obvio? — la rubia miró detrás de ella, donde su hermana le sonreía burlona. — ¿Después de lo que hiciste con Jacques?

Jacques Chevre-Feuille, un piloto de las fuerzas francesas con el que pasó el verano justo a un lado de...

Su corazón comenzó a latir rápido, el aire le faltaba, con nerviosismo llevó sus manos al vientre. Se levantó del suelo y al girar se encontró con sus padres, la desaprobación estaba en cada una de sus facciones. La mirada de su padre, su fortaleza viviente, fue la que más le dolió.

— Cuando no hay límites no deberían haber privilegios. — sentenció con su fuerte voz. — Zelda, estamos muy decepcionados.

— ¿Por qué? Mamá, papá, yo... yo llené auditorios, yo... ¡YO FUI PRIMA BALLERINA ASSOLUTA!

— No lo fuiste, Zelda. — detrás de ella, sobre aquel maldito escenario, se hallaba su marido. Las mejillas de este estaban rojas de licor y sus ojos nublados. — Fuiste un chiste. Ni en un millón de años podrás alcanzar a Gabrielle.

— ¡Basta! — chilló cubriéndose los oídos, viendo cómo su vida perfecta caía frente a sus ojos. — ¡No vuelvas a mencionar a tu amante en esto, debes respetar nuestro matrimonio!

— ¿Se puede ser más patética? Zelda, tú fuiste quién faltó a nuestro matrimonio primero. Tu tienes la culpa. Tu fallaste como esposa.

— Te dimos todo, Zelda. — dijo con voz rota su madre. — Te dimos amor, educación, te dimos todo de nosotros...

— Pero ahora no eres más que un despojo humano. — gruñó su padre. — Fallaste como nuestra hija.

Risas fue lo siguiente que escuchó. El público reía, sus compañeras reían, Gabrielle reía, Madame reía. Falló como bailarina. Una voz en su cabeza se burlaba. ¿De verdad creía que tendría una vida perfecta cuando nunca la había tenido? En los recuerdos perdidos de su mente pudo ver cómo todos los lujos que obtuvo fueron una compensación por la nula presencia de sus padres, como es que se había casado con un hombre sin saber exactamente porqué, un hombre con el que se comprometió y que confesó no haberle sido del todo fiel. Recordaba haberse enamorado de un francés al que no pudo corresponder y al final vio su matrimonio funcionar a la fuerza ignorando los coqueteos de su esposo con las demás mujeres, incluso recuerda haber regresado sola a casa a pesar de haber salido del brazo de Francis. Y lo más importante de todo; nunca fue prima ballerina assoluta, su interés por el ballet surgió como un capricho para olvidarse de lo desdichada que se había vuelto su vida. Llegando incluso a ignorar a su pequeña hija.

Fue quizá aquel doloroso recuerdo lo que la llevó a salir de su alucinación. El recuerdo de su pequeña Frances, el recuerdo de su ausencia, el dolor de la pérdida. Se llevó las manos a los oídos y gritó con todas sus fuerzas, no importó desgarrarse las garganta, no importó nada más que intentar lidiar con la carga, con el vacío de su corazón, con las burlas, risas y voces de su cabeza.

— ¡Zelda, Zelda, mírame! — más que el reconocer la voz de su esposo, lo que hizo que sus ojos azules se encontraran con los contrarios fueron las fuertes sacudidas del hombre. — Zelda, controlate.

La mujer entonces llevó sus temblorosas manos al caro traje de su marido, queriendo aferrarse a algo real. Arañó la tela y la apretó entre sus manos, recorriendo la figura del rubio con la mirada.

— Eso es, tranquila. Respira. Todo está bien.

Pero esa mentira era tan cínica que ni Zelda pudo masticarla.

— Francis... Bonnie, mi bebé Bonnie. — dijo con la voz ronca y las lágrimas en las mejillas.

— No, mi amor. Bonnie era la muñeca que tenías de pequeña. — susurró para calmarla. — Bonnie está ahí en la silla.
Zelda no quiso voltear.

— No, Francis. Bonnie, nuestra niña Bonnie...

Al rubio se le llenaron los ojos de lágrimas.

— Zelda, nuestra hija se llamaba Frances. — dijo con un nudo en la garganta. — Nuestra pequeña Frances.

Ahí estaba la última espada que atravesaría su corazón por el resto de su vida. Había fallado como esposa, había fallado como hija, había fallado como bailarina, y había fallado como madre. La mujer se abrazó a su marido y se lamentó en silencio. Los médicos aguardando en la puerta de la habitación se acercaron en ese momento, aprovechando la distracción de la mujer para poder sedarla. Una vez dormida se le fue colocada una camisa de fuerza sobre su hermoso y fino vestido rosa pálido. Francis vio con dolor cómo es que había terminado su hermosa esposa, cargando con todo el daño que ambos se hicieron, lidiando además con su necesidad insana de escapar de su realidad con vidas perfectas que jamás podría darle, que jamás podría comprar para ella.

— Perdóname, Zelda. — lloró una vez solo en el cuarto matrimonial. — Perdóname, mi vida.

Sauce Llorón: Aflicción.

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