EL NIÑO Y LA SIRENA

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El niño y la sirena.

Vete, viajero feliz, vete,

en busca del bello país de los bienaventurados,

coronado de yedra...

peregrina a las islas de los seres felices.

Creo que eran blancas. O mi memoria se obstina en evocarlas así.

Blancas, de una blancura delicadamente sucia. Ellas me sacaron del

algodonoso universo de la crueldad infantil —gusanos de seda

ejecutados, pajaritos muertos, agotamiento en el frontón, infinitas

conversaciones con otros colegiales sobre el absoluto misterio de las

mujeres, sobre cómo sería su sagrario— para tirarme como un clínex

usado en el Infierno del esplendor de una sexualidad a toda vela.

Mi prima vino a pasar aquellas navidades con nosotros. Yo tenía

diez años y ella ocho más. Era guapísima. Con un pelo largo y muy

obscuro que le caía por los hombros, unos ojos que fulminaban como los

del basilisco y una boca sensual, de labios siempre húmedos. Ni que

decir tiene que todo el hervor de mis turbaciones carnales —erecciones

hasta por la contemplación de una falda apretándose contra unas nalgas

imperiales al arrodillarse en las misas; hasta por los visos, bragas,

medias colgando en los tendederos; y qué contar de las fotografías de

las revistas (ah Carmen Sevilla, ah Ava Gardner, ah Silvana Mangano)—

se concentró, como el foco de una linterna, en ese ser magnífico que al

aparecer en la puerta, aquel 20 de diciembre, irradiaba un influjo como la

Luna.

Los dos primeros días de su estancia pasaron en ese vértigo

maravilloso, como de encantamiento. Una contemplación constante,

desde todos los ángulos; incluso los imposibles.

Procuraba acercarme a ella con cualquier excusa, rozaba mi cara

por su pelo largo y obscuro, lo olía. Ella olía intensamente. No era

perfume. Era otra cosa, mágica, ponzoñosa, letal. Algo que ascendía por

su cuello desde su cuerpo apretado por un jersey de lana. Las veces que

tiré algo al suelo para poder agacharme en la alfombra y tratar de ver

«algo» bajo su falda. Pero todo eso, al fin y al cabo, no era «el más allá»

al que pronto saltaría. Esas turbaciones las conocía, las dominaba, si

puede decirse así. Las había fomentado con las criadas de mi abuela,

con alguna amiguita, hasta con la enfermera de un dentista —aquel roce

de su vientre (o sus muslos) con mi brazo apoyado en el sillón, mientras

me preparaba para una exploración—. Pero fue aquella braguita blanca

(o tibiamente descuidada) la que me catapultó hasta unas alturas de

CUENTOS EROTICOS Y UN POCO MÁSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora