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Parecía que el distrito entero había acudido a la Feria de Vasallos, que de acuerdo con la tradición había tenido lugar cada treinta y uno de octubre desde hacía al menos cien años. El pueblo, con sus pulcras tiendas y sus granjas en rojo y blanco, era casi ridículamente encantador.

La música de cantantes y shamisen provocaba salvas de aplausos mientras los artistas llevaban a cabo sus trucos para los transeúntes. La mayor parte de los contratos de trabajo se había realizado más temprano, con trabajadores esperanzados y aprendices hablando con los potenciales amos. Después de llegar a un acuerdo, le daban un koba en prenda al criado recién contratado, y el resto de día transcurría con festejos.

Fushiguro había ido por la mañana en busca de dos o tres sirvientes adecuados para el Castillo Sukuna. Con ese negocio concluido, había regresado al pueblo al atardecer, acompañado por toda la familia Itadori. Estaban todos muy contentos ante la perspectiva de música, comida, y entretenimiento. Ryōmen desapareció enseguida con un par de mujeres del pueblo, dejando a sus primas y hermano a cargo de Fushiguro.

Echando un rápido vistazo entre los puestos, Yuji se deleito con los pasteles de carne de cerdo con forma de dedos, empanadas de puerro, manzanas y peras, y para el disfrute de las chicas, los "maridos de pan de jengibre". El pan de jengibre se había colocado en moldes de madera con forma humana, se había horneado y dorado. El panadero del puesto les aseguró que cada jovencita soltera debía comer un marido de pan de jengibre para tener suerte, si quería atrapar uno de verdad algún día.

Una agradable discusión simulada surgió entre Yuji y el panadero cuando él se negó rotundamente a comprar uno para sí mismo y desear a cada mordisco que sea una mujer de un buen clan, aduciendo que no tenía deseos de casarse y menos pretender comerse un pan de marido pensando en una mujer.

     —¡Pero por supuesto que tendrá los mismos efectos, solo debe pensar en una ardiente mujer! —declaró el panadero con una sonrisa astuta—, es todo lo que debe hacer.

Yuji sonrió y pasó las galletas de jengibre a sus primas.

     —¿Cuánto por los tres, señor?

     —Un cuarto de Koba cada uno. —Él trató de darle a Yuji un cuarto panecillo—. Y este es gratis. Sería una lástima que un joven de su porte y estatus no encuentre con quien casarse pronto.

     —Eh, no puedo, —protestó Yuji—. Gracias, pero no...

Una voz nueva sonó detrás de él.

     —Lo aceptará.

La turbación y el placer bulleron por su cuerpo, y Yuji vio una mano masculina cándida, que dejaba caer una pieza de plata en la palma extendida del panadero. Oyendo las risitas nerviosas de sus primas, Yuji se dio la vuelta y levantó la vista hacia un par de brillantes ojos color cielo.

     —Necesitas suerte —dijo Gojo Satoru, metiendo el marido de pan de jengibre a la fuerza entre sus manos renuentes—. Pruébalo.

Yuji obedeció, arrancando deliberadamente de un mordisco la cabeza, y él se rió. Su boca se llenó del sabor enriquecedor de la melaza y el pan de jengibre fundiéndose en su lengua. Mirando a Gojo, pensó que debería tener al menos uno o dos defectos, alguna irregularidad en la piel o la estructura... pero su cutis era tan suave como una nube de primavera, y las líneas de sus facciones estaban perfectamente lisas. Cuando inclinó la cabeza hacia él, la luz del atardecer hizo brillar las lisas dianas de su cabello.

Logrando tragar el pan de jengibre, Yuji habló entre dientes.

     —No creo en la suerte.

Satoru sonrió.

Mío al AnochecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora