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Montaron hacia el Castillo Sukuna en el caballo de Satoru, cuyas largas zancadas cubrían el terreno con una velocidad casi aterradora.

Pero allí estaba el cuerpo firme de Satoru tras su espalda, y un brazo fuerte que lo mantenía en su lugar. Temía lo que pudieran encontrar en el castillo. Si lo peor ya había pasado, tendría que aceptarlo. Pero no estaba solo. Estaba con la persona que parecía entender cada trama y cada hebra de su alma.

Cuando se aproximaron a la casa, vieron un caballo pastando desconsolado sobre parches de césped y arbustos. Fue una señal bienvenida. Ryōmen estaba aquí, y no tendrían que recorrer todo Kyōto en su búsqueda.

Ayudando a Yuji a desmontar, Satoru le tomó la mano entre las suyas. Sin embargo, Yuji se detuvo cuando intentó llevarlo hacia la puerta delantera.

     —Quizás —dijo tentativamente— debas esperar aquí mientras yo...

     —De ninguna maldita manera.

     —Podría mostrarse más receptivo si voy solo, solo al principio...

     —No está en sus cabales. No vas a enfrentarte a él sin mí.

     —Es mi hermano.

     —Y tú eres mi Yībàn.

     —¿Qué significa eso?

     —Te lo explicaré después. —Satoru le robó un rápido beso y colocó la palma de su mano a su espalda, guiándolo hacia la casa. Ésta estaba tan callada como un templo, el frío aire olía a humo y a polvo. Tras explorar silenciosamente el primer piso, no encontraron ninguna señal de Ryōmen. Era difícil ver en la oscuridad, pero Satoru se abría paso de habitación en habitación con la seguridad de un gato.

Un sonido les llegó desde arriba, el crujido de pasos sobre el suelo de madera. Yuji sintió un temblor de nerviosismo y al mismo tiempo de alivio. Se apresuró hacia las escaleras. Satoru lo detuvo, tensando la mano sobre su brazo. Comprendiendo que él quería que fuera despacio, se obligó a relajarse.

Subieron la escalera, Satoru abriendo el camino, probando cada escalón antes de permitir que Yuji lo siguiera. La gravilla acumulada crujía bajo sus silenciosos pies. A medida que ascendían, el aire se volvía aún más frío, penetrando como agujas en sus huesos. Era un frío impío, demasiado amargo y horrible como para provenir de una fuente temporal. Una frialdad que le secó los labios e hizo que le dolieran los dientes. Su mano se tensó dentro de la de Satoru, y se mantuvo tan cerca como pudo de él sin tropezar.

Una débil luz escarchada emanaba de la habitación que estaba cerca del final del pasillo de arriba. Yuji dejó escapar una exclamación de ansiedad cuando comprendió de dónde provenía la luz de la lámpara.

     —La habitación de las abejas.

     —Las abejas no vuelan de noche —murmuró Satoru, extendiendo la mano hacia la parte trasera del cuello de Yuji, deslizándolo por su nuca—. Pero si prefieres esperar aquí...

     —No. —Reuniendo su valor, Yuji cuadró sus hombros y avanzó con él por el pasillo. Como podía Ryōmen ser tan retorcido y perverso como para esconderse en un lugar que lo asustaba tanto.

Hicieron una pausa frente a la puerta abierta, Satoru bloqueaba parcialmente la visión de Yuji. Asomándose por encima de su hombro, jadeó.

No era Ryōmen, sino Misutā Mahito, su cuerpo delgado resplandecía a la luz de la lámpara, mientras se erguía frente a un panel abierto en la pared que contenía a la colonia de abejas. Las abejas estaban bajo control, pero lejos de estar tranquilas, millones de alas se batían con un zumbido denso y siniestro. El hedor a madera podrida y miel fermentada invadía el aire. Las sombras se encharcaban sobre el suelo como tinta derramada, mientras la luz de la lámpara se retorcía y contorsionaba a los pies de Mahito.

Mío al AnochecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora