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Era un día húmedo y estimulante, el aire estaba saturado de una mezcla de fragancias a paja, hierbas otoñales y crisantemos. La terraza posterior tenía vistas a acres de jardines meticulosamente atendidos, todos conectados por sendas cubiertas de grava. 

Viendo a Tsumiki, Nobara y Kasumi alrededor de una pequeña mesa, Yuji avanzó hacia ellas ansiosamente.

     —¿Cómo estás? —preguntó a Tsumiki—. ¿Has dormido bien? ¿Has tosido?

     —Estoy bastante bien. Estábamos preocupadas por ti... nunca te he visto dormir tanto a menos que estés enfermo.

     —Ah, no, no estoy enfermo, no podría estar mejor. —Yuji le dedicó una radiante sonrisa. Miró a sus otras primas, que llevaban ambas kimonos nuevos—. ¡Vaya! están encantadoras. Ya aparentan ser de la corte.

Sonriendo, Kasumi se levantó y ejecutó un lento giro para él.

     —Mei-Mei-san nos lo dio —dijo—. Perteneció a una de las chicas de la casa menor, que ya no puede llevarlo porque está en estado.

     —Oh... —Viendo el placer de su prima con su kimono de adulta, Yuji sintió una punzada de pesaroso orgullo. Kasumi debería asistir a una escuela superior, donde aprendería el shamisen y arreglos florares, y todas las gracias sociales de las que el resto de los Itadori carecían. Pero no había dinero para eso... y a este paso, nunca lo habría.

Sintió la mano de Nobara deslizarse en la suya y le dio un pequeño apretón. Bajando la mirada a los comprensivos ojos marrones de ella, suspiró. Se quedaron todavía un rato con las manos cogidas dándose apoyo mutuo.

     —Yuji —murmuró Nobara—, siéntate a mi lado. Quiero preguntarte algo.

Yuji se dejó caer en la silla, lo cual le proporcionó una perspectiva ventajosa de los jardines. Sintió una aguda punzada de reconocimiento en el pecho cuando vio a un trío de hombres caminando lentamente a lo largo de un seto de tejo, la oscura y grácil figura de Satoru estaba entre ellos. Como sus acompañantes, Satoru vestía el hakama en violeta oscuro y las sandalias de cuero cerrado para montar y con el cuello del juban abierto. La brisa jugaba con los mechones blanco de su cabello, alzando los brillantes lizos y dejándolos posarse otra vez.

Mientras los tres hombres caminaban, Satoru interactuaba con lo que le rodeaba de una forma que los otros dos no, recogiendo una hoja vagabunda del seto, arrastrando la palma de la mano por encima de la hierba alta. Y aun así Yuji estaba seguro de que no se perdía una palabra de la conversación.

Aunque era imposible que nada le hubiera alertado de la presencia de Yuji, se detuvo y miró sobre el hombro en su dirección. Incluso a través de la larga distancia, el cruce de sus miradas le provocó un pequeño sobresalto. Cada pelo de su cuerpo se erizó.

     —Yuji —preguntó Nobara—, ¿has llegado a algún tipo de acuerdo con el señor Gojo?

La boca de Yuji se quedó seca. Enterró la mano izquierda, la que tenía el anillo, entre los pliegues de su kimono.

     —Por supuesto que no. ¿De dónde has sacado esa idea?

     —Él, Nanami-san y Yaga-san han estado hablando desde que regresaron del Castillo Sukuna esta mañana. No pude evitar oír retazos de su conversación cuando estaban en la terraza. Y las cosas que decían... la forma en que el señor Gojo se expresaba... sonaba como si estuviera hablando por nosotros.

     —¿Qué quieres decir con, hablando por nosotros? —preguntó Yuji indignado—. Nadie habla por los Itadori excepto yo. O Ryōmen.

     —Parece estar tomando decisiones sobre lo que debe hacerse, y cuando. —Nobara añadió con un susurro abochornado—. Como si fuera el líder de la familia.

Mío al AnochecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora