C e n i z a s

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  Piensas en mí, ¿no es cierto? Es casi seguro que sí. Que piensas en mis abrazos y en mi piel, que sueñas con un último beso. 

  Lo sé, mi amor, y querría poder decir lo mismo. Pero claro, no es así. Ya no puedo decir nada respecto a ti. 

  ¿Quién habría de imaginar que algo tan perfecto llegaría a derrumbarse de manera tan precoz? ¿Que estando en lo alto no nos quedaría opción más que caer?

  El delirio de dos locos enamorados, prófugos del karma y de la ley. Compartiendo miradas cruzadas, enviando mensajes secretos de pasión y lujuria.

  Aquel día, o aquella tarde, dicho con mayor precisión. Aquella tarde era otra de esas en que nos escabullíamos de ambos hogares para encontrarnos nuevamente, a escondidas de nuestras familias, quienes solían confiar plenamente en nosotros. Eso sí, no lo suficiente para dejarnos salir con libertad por la puerta delantera, sin ser interrogados por mamá o papá. «¿Van a verse? Creí que ya habíamos hablado de ello». Sí mamá, vamos a vernos, pero no puedo decírtelo o entonces no me dejarás partir. Tú tuviste la misma suerte, tras verte caminar hacia el portal debiste inventar una torpe excusa, ajena completamente a mí, para que tu padre no mirase de esa manera tan sombría tus pasos decididos. Ambos sentimos el amague, yendo a comprar algo de pan o buscar nada más un viejo juguete perdido (un juguete de tu hermano), para volver pronto adentro y que nadie sospechara nada. Aunque eso no nos quitaría las ganas de llegar a ese encuentro.

  Dicha partida de farsas y mentiras nos estaba consumiendo. Jamás les habíamos mentido así a nuestros padres, pero tampoco jamás había sido necesario. Nunca hubimos de entender qué tenían ellos en contra nuestra, del «nosotros», de que estemos juntos, pero así era. Una bruja, persuasiva y manipuladora, y un «bueno para nada» con malas intensiones. ¿Desde cuando lo éramos? Siempre tuvimos esa sospecha latente, de que algo había ocurrido entre ambas familias para llevar a tal odio irracional. A lo Romeo y Julieta, pero nosotros no pretendíamos terminar tan mal.

—Tuve un percance, te veo en un rato.

—También yo, estaré esperando.

  Y colgamos, no tuve mejor idea que llamarte mientras observaba la ventana, por lo que ese fue el pensamiento más coherente que tuve en un buen rato. Así que, ni bien oír por última vez tu voz, me escapé de casa. Di un salto por la ventana desrejada, cruzando en silencio el patio trasero de casa, con una mochila que solía usar para el colegio atada a mi espalda. En cuanto pude, corrí. Se hacía de noche y me urgía con desesperación verte, entonces no pensaba en nada más que poder escucharte nuevamente, o en ver danzar esos labios carnosos y preciosos mientras me hablabas. No pensé en otra cosa que no fueran tus besos por gran parte del trayecto, y es que hasta llegar al callejón oscuro de la Avenida 36 y calle Franklin no pude sacarte de mi mente. Justo hasta el momento de verte, no pude sacarte de mi mente. Ahí estabas, apoyado sobre el muro de un viejo edificio, fumando nerviosamente un pequeño cigarro con los que tanto me molestaba ver a mi padre, pero que en ti se veían tan bien. Movías al compás de un ritmo desesperante tu pie derecho, y así fue por unos minutos. En ese instante que salí de mi trance y me acerqué a ti velozmente, cuando tú caiste en la cuenta de que ya no debías esperarme porque estaba ahí. Soltaste con rapidez el cigarro, pisándolo al caminar hacia mí, yo bajaba al mismo tiempo la velocidad de mis pasos.

—Te estabas tardando...

—Lo siento, fue un largo camino, yo...

—Ya, cállate.

  «Dijo, y me besó». Tus manos no se tardaron ni un segundo en sujetarme el cuerpo, enlazando en conjunto mi cintura. Lo acercaste más al tuyo, yo me dejé llevar sin pensarlo ni un mísero segundo. Y cuando lo noté ya te abrazaba firmemente por los hombros, intentando reducir lo más posible el espacio entre nosotros. Y te sentí empujarme contra ese muro, para luego bajar tus manos hacia mis muslos, aprovechando el contacto con toda zona entre medio. Me levantaste, yo me aferré a ti entonces también con las piernas. Era una locura, simplemente pensar lo que el contacto de uno al otro provocaba. La tragedia que reinaba nuestra ópera se dispersaba estando frente a frente, todo dolor se apartaba de nuestras mentes, solo había paz.

  Y un enorme deseo, pero claro, eso ya partía de la comodidad de muestras mentes. No se limitaba a eso, era algo que sentía en todo mi cuerpo, que juré hacerte sentir a ti también. Y cuando se nos erizaba la piel no quedaba más lugar para las dificultades de un romance a escondidas. Tu boca se apartó de la mía, dejando un sabor amargo en ella, fruto de lo efímero que fue ese beso ante la eternidad de la espera. Sin darme tiempo siquiera a balbucear, escondiste el rostro en mi cuello. Parecía no importarnos lo que ocurría a nuestro alrededor. Abrí los ojos un momento, presa de tus labios, de lo que me generaban estos. Al parecer reaccioné, recordando el contexto de aquella situación, el sitio donde nos encontrábamos.

—Bebé... aquí no...

  Y sin decir nada, tu boca se detuvo. Un ligero arrepentimiento me llenó tras haberte detenido. Pero el trabajo aún no estaba hecho, esa sonrisa que me regalaste fue suficiente para comprenderlo. Me bajaste lentamente, permitiéndome poner los pies sobre el suelo. Tomaste mi mano, yo te miraba embobada, encantada totalmente por el perfume que desprendías, por tu mirada traviesa. Luego de fingir nobleza al besarme los nudillos, volviste a ensanchar esa pícara sonrisa.

—Bien, te llevo a un hotel, a menos que mis suegritos vayan a darte un beso de buenas noches.

—Lo dudo, estaban molestos por algo, no creo que quieran entrar a mi cuarto hasta la mañana.

—Perfecto, tenemos tiempo.

  Reíste, suavizando el impacto de esa frase. Yo también reí, ya totalmente inconsciente de todo lo que no fueses tú y tu perfume embriagante. Pero estaba equivocada. La furia de mis padres jamás había sido tanta como para dejarme toda una noche encerrada, pronto se acercarían a mi cuarto en busca de un sincero perdón. Uno que no llegó porque, creyeron, ya me encontraba dormida. Aunque pudieron quedarse con esa idea, algo en su interior les pidió revisar dentro. Así, tras abrir la puerta de mi dormitorio, encontraron en teléfono descolgado, la ventana de par en par y mi cama vacía.

—¡No puedo creerlo! ¡Volvió a escaparse con ese muchacho! —gritó semi-alarmada mi madre. Ni sorpresa en su voz ni en su mirada. Estaba más que acostumbrada a aquello.

—Ya sabía yo que ese tipo no era una buena influencia para mi niña. —Y sin pensarlo demasiado, papá se dirigió hacia fuera de la casa, buscándome.

  Nosotros caminábamos tranquilamente por la calle casi nocturna, ambos ebrios de amor y con el síndrome de abstinencia dependiente al cuerpo desnudo del otro. Entre risas inocentes y pequeñas insinuaciones, no logramos oír a aquel que nos gritaba, cortando el camino con su figura interpuesta. No lo notamos hasta que estuvimos delante, no hasta que oímos un disparo. Aquel sujeto encapuchado nos apuntaba con una pistola, un rifle o una ametralladora, daba totalmente igual. Oí el grito ahogado, los pasos del hombre corriendo apresurado. Tu voz, la de mi amante, clamando adolorido mi nombre. Sin notarlo, caí. El suelo se llenaba de sangre. Lo último que escuché antes de cerrar los ojos fue un llanto incontrolable, eras tú, que te habías echado a mi lado. Un desconocido, la destrucción de dos familias, miles de metas y sueños perdidos, un amor hecho cenizas.

  Todo fue negro entonces.

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