❆ Capítulo seis: 5° C ❆

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(892 palabras)

──────⊱◈Louis◈⊰──────

Cuando mi padre llegó a casa, yo seguía perdido en el silencioso mundo de los lobos, acariciando el recuerdo que el áspero pelaje de mi lobo me había dejado en las manos. A pesar de que me obligué a lavármelas antes de terminar de hacer la cena, el olor almizcleño del lobo quedó adherido a mi ropa, recordándome el encuentro a cada instante.

El lobo había tardado seis años en permitirme tocarlo. Abrazarlo. Y luego me había protegido, tan naturalmente como si siempre lo hubiera hecho.

Necesitaba desesperadamente contárselo a alguien, pero sabía que mi padre no compartiría mi entusiasmo, sobre todo con la noticia del ataque saliendo una y otra vez en los telediarios.

Mantuve la boca cerrada.

Las zancadas de mi padre resonaron en el recibidor y, aunque no había visto quién estaba en la cocina, exclamó: —¡Qué bien huele la cena, Louis!

Luego entró y me dio una palmadita en la cabeza. Tras las gafas, tenía la mirada cansada, pero sonrió.

—¿Dónde está tu madre? ¿Pintando? —me preguntó mientras colgaba su abrigo de una silla.

—¿La has visto alguna vez hacer otra cosa? —repuse, mirando el abrigo con los ojos entrecerrados—. ¿A que no vas a dejar eso ahí?

Con una sonrisa afable, lo cogió y se acercó al pie de la escalera.

—¡Cariño, hora de cenar!

Definitivamente, estaba de buen humor: había llamado a mi madre por su mote.

Ella se presentó en la cocina en dos segundos justos. Se había quedado sin aliento tras bajar corriendo por la escalera -jamás andaba- y, por supuesto, tenía una franja de pintura verde en la mejilla. Mi padre le dio un beso tratando de no
mancharse.

—¿Te has portado bien, guapa?

Mi madre lo miró, pestañeando con coquetería. Por su expresión, parecía suponer lo que él iba a decirnos.

—De maravilla.

—¿Y tú, Louis?

—Mejor que mamá.

Mi padre carraspeó.

—Damas y caballeros, mi ascenso se hará oficial este viernes, así que…

Mi madre aplaudió y dio vueltas sobre sí misma, mirándose en el espejo de la entrada mientras giraba.

—¡Voy a alquilar ese sitio del centro!

Él sonrió y asintió.

—Y en cuanto a ti, Lou, te desharás de ese montón de chatarra que tienes por coche en cuanto encuentre tiempo para ir contigo al concesionario. Estoy cansado de tener que llevártelo al taller.

Entusiasmada, mi madre rió, volvió a aplaudir y se puso a bailotear por la cocina tarareando una cantinela sin sentido. Si alquilaba aquel estudio en el pueblo, probablemente no volvería a ver a ninguno de mis padres.

Bueno, excepto para cenar. Solían aparecer cuando había comida en la mesa. Sin embargo, poco importaba eso ante la perspectiva de tener al fin un medio de transporte fiable.

—¿De verdad? ¿Un coche? Es decir, ¿uno que funcione?

—Uno un poco menos desastroso —aseguró mi padre—. Pero nada del otro mundo.

Le di un abrazo. Un coche así significaba la libertad.

Aquella noche, en la cama, cerré los ojos con fuerza e intenté dormir. El mundo que se abría más allá de la ventana había enmudecido, como si hubiera nevado. Todavía no era época de nevadas, pero los sonidos se habían amortiguado.

Demasiado quedos.

Contuve el aliento y me concentré en la noche, tratando de percibir algún movimiento en la quietud de la oscuridad.

Al cabo de un rato, me di cuenta de que unos chasquidos débiles habían roto el silencio y me hacían cosquillas en los oídos. Habría jurado que se trataba de uñas que repiqueteaban en el porche, justo al lado de la ventana de mi habitación.

¿Habría un lobo en el porche? Tal vez fuese un mapache. Pero después oí algo que se revolvía y gruñía, y, desde luego, no era un mapache.

Se me erizaron los pelos de la nuca.

Tras ponerme el edredón a modo de capa, salí de la cama y caminé de puntillas por el suelo de madera, iluminado por la luna creciente. Por un momento pensé que había soñado aquellos ruidos, pero entonces volvió a sonar el repiqueteo.

Levanté las persianas y escudriñé el porche. El patio, perpendicular a mi habitación, estaba desierto. Los troncos de los primeros árboles formaban una barrera que me separaba de la espesura.

De repente se materializó frente a mí una cara, y di un respingo. Era la loba blanca: me miraba desde el otro lado del cristal, con las zarpas apoyadas en el alféizar. Estaba tan cerca que distinguí la humedad adherida a su pelaje.

Clavó sus ojos azules en los míos, como si me retara a bajar la vista. Un gruñido grave reverberó por el cristal, y me pareció comprender su significado con tanta claridad como si lo hubiera visto escrito en la ventana: «No creas que él va a protegerte».

La observé. Luego, sin saber lo que hacía, le enseñé los dientes y gruñí. Tan sorprendida como yo, la loba se dio la vuelta, me lanzó una mirada ominosa y orinó en la esquina del porche antes de perderse en la espesura.

Mordiéndome el labio para borrar aquella mueca de ferocidad, recogí mi jersey del suelo, volví a la cama, aparté la almohada y arrebujé el jersey para emplearlo en su lugar.

Me dormí arropado por el olor de mi lobo. Agujas de pino, lluvia fría, tierra húmeda, pelos ásperos cosquilleándome en la cara.

Era casi como si él estuviera conmigo.

𝕊𝕙𝕚𝕧𝕖𝕣 - L.SDonde viven las historias. Descúbrelo ahora