La caja de cristal

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Había una ciudad muy grande, más grande que ninguna otra. Millones de personas caminaban cada día por sus calles. Decenas de miles de autos hacían fila frente a los semáforos, turnándose para hacer sonar las bocinas. Los edificios se construían y se derrumbaban. Un perro ladraba y luego un gato maullaba. Cada banco estaba ocupado por una persona, miles de estas hablaban al unísono, reían al unísono y lloraban por separado. Era una cadena interminable, una sucesión sin fin, la orquesta más grande jamás escuchada y la ciudad más grande jamás vista.
Pero en aquella ciudad había un sitio peculiar, medía treinta metros de largo, treinta de ancho y treinta de alto. Alrededor de él se cernían gruesas paredes de cristal y sobre ellas un techo aún más hermético. Arriba el cielo, abajo la tierra y afuera un par de oficiales siempre vigilando. Cuando uno llegaba, el otro se retiraba, y así cada día, cada hora, cada minuto y cada segundo, sin que nadie dijera nada, hasta que un día una persona no pudo resistirte y se acercó al oficial. Esta le preguntó qué había en aquella caja de cristal que era tan necesario custodiar de día y de noche, bajo lluvia, sereno y sol. El oficial levantó la vista, tras aquella persona se extendían los árboles, los grillos, los gorriones, los gritos, un saxofón perdido y un niño llorando, con todo esto, el oficial solo respondió: silencio.

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