Las flores doradas

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En un mundo triste vivía una persona feliz. Y me veo en la necesidad de contar cómo era ella por si algún día a alguien se le ocurre recordarla como se merece, exista un testimonio verídico de su persona. Su nombre era María, o eso decían, porque en realidad nunca me lo contó, María era menuda, y con menuda me refiero a una pequeña figura de cerámica moldeable y delgada, grande de lejos y pequeña de cerca. Tenía los ojos verdes, pero si la mirabas de reojo, se le veían plateados, su cabello era como el plomo, o ese era mi primer pensamiento al verla y su tez era quemada como el pan recién horneado. En aquel mundo triste mucho se hablaba de María, que si otrora había sido un bebé rechazado, que si practicaba las artes oscuras, que si estaba loca. Contaban que nadie sabía de dónde provenía, ni conocían a familiar alguno. Cada quien le otorgaba a María un pasado y un presente más oscuro que el anterior, pero yo, y solo yo, sabía la verdad.

María vivía lejos, no tan lejos como para no poder visitarla, pero lo suficiente como para no poder hacerlo en un día. María hacía pasteles de pera, arándanos y manzana, mis favoritos. María tenía padres, un hermano y un perrito marrón que se le subía a uno hasta los hombros. María era normal, pero yo no sabía eso antes de conocerla, lo único que yo sabía de la vida de María es que todos los meses, sin falta, recogía flores muertas a las afueras de mi casa. Y así pasaron muchos años María recogiendo flores marchitas, hasta que mi curiosidad alcanzó su límite y me aventuré a su lado.

María era brillante, como un foco de luz en un mundo oscuro. Lo primero que hice fue entregarle un ramillete de flores recién cortadas, amarillas y violetas, con un aroma estupendo. María las rechazó con cariño, dejándome perplejo, entonces le pregunté por qué, qué motivos tenía para recoger flores muertas, acaso hacía, como la gente del mundo creía, pociones oscuras con ellas. María se rió de mí, y me sentí avergonzado, entonces me tocó el hombro y con una sonrisa me dijo que aquellas flores muertas eran para su hermano, y así comenzó la historia de las flores doradas.

Hacía tiempo que las flores doradas se habían extinguido del mundo, pues hubo una época en que las personas se olvidaron de regarlas, y a las flores doradas había que regarlas con una mezcla especial, que lleva un poco de agua y un poco de lágrimas, por eso, las personas dejaron de atenderlas y estas desaparecieron, pero el hermano de María nunca supo esto, pues ella sabía cuánto cariño les tenía, y así cada mes le prometía ir a buscar flores doradas para él. Las flores doradas crecían, en su tiempo, lejos, muy lejos, en un viaje a una semana de camino, por eso María bajaba hasta aquel pueblo y recogía flores muertas para entregárselas a su hermano, como si tales hubiesen sido en su tiempo flores doradas que se habían marchitado; y con esto le bastaba al hermano de María.

Cuando ella me lo contó se me achicó el corazón y le pregunté si no había forma de traer de vuelta al mundo a las flores doradas. María me dijo que era difícil, pues hacer germinar de una sola semilla una flor dorada era una tarea que requería varios intentos, y las personas en aquel mundo triste y oscuro ya no tenían tiempo para regar con lágrimas las flores. María me dijo además que ya nadie recordaba la luz de las flores doradas, pues se habían adaptado a la oscuridad.
Incluso con aquellos obstáculos yo comencé a pensar en una forma de lograr que las flores doradas germinaran otra vez, y así junto a María pasamos horas divagando entre ideas, hasta que un día cualquiera mientras veíamos el amanecer (María fue quien me enseñó los amaneceres) yo tuve una idea. Buscamos juntos una semilla de la flor dorada sin germinar, que por cierto se encuentran a varios metros debajo de la tierra, y la humedecimos con agua, entonces la trituramos mucho hasta volverla prácticamente invisible, y trocito a trocito esparcimos la semilla en nuestros lagrimales. Al instante nos giramos hacia el sol y comenzamos a llorar, y un mes después crecía en el suelo una nueva especie de flor dorada.

Desde ese entonces, y gracias a María, el mundo dejó de ser un lugar triste y oscuro, y por eso, a causa de nuestra herencia, cada vez que las personas miran al sol, aunque sea por solo un segundo, se les humedecen los ojos y se les queda una mancha dorada en las pupilas, esa mancha son semillas de la flor dorada, que luego caerán al suelo y germinarán en un ciclo sin fin, tal como planeamos, para que el mundo siempre fuera un lugar donde todos brilláramos como María.

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