Donde mueren los perros

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Todos los perros morían cerca de mí, algunos lo hacían atravesando la avenida, otros a varios metros y otros tan cerca que podía tocarlos.

Teníamos el mismo instinto animal, habíamos elegido el mismo sitio para vivir por no sé yo qué impulso natural, debido quizás a la sombra que habitaba todo el día sobre aquella calle como un espectro. Los árboles se retorcían buscando el suelo peligrosamente, sin importar la estación las hojas caían sobre nosotros todo el día y con ellas toda clase de insectos de colores.

Por el día el sol se colaba entre las ramas y en la mañana se reflejaba un vitral de luces, hojas rojas, verdes y amarillas proyectaban su sombra sobre la tierra.

Era un sitio agradable, la gente pasaba a menudo, pero nunca se quedaba, y en general siempre corría una brisa suave que en invierno no solía ser muy dura.

Era un buen sitio y solo perdía su belleza cuando uno de los perros moría.

Yo me había adaptado, cuidaba de ellos y sabía de antemano cuando uno iba a morir. Al llegar el momento se dejaban caer en la tierra y como si entraran en un sueño profundo, se iban. Los días siguientes eran los más difíciles, las moscas comenzaban a pasar la noticia, se creaban moretones verdes de moho en el pelaje y poco a poco la piel se desprendía del hueso y caía a la tierra, donde una tribu de gusanos comenzaba a conquistar el territorio.

Un mes más tarde solo quedaba cierto olor lejano a podredumbre y para mí, que sabía lo que había ocurrido, una sombra que marcaba por siempre la acera, como una cruz una tumba.

Pero los perros no morían todos los días, y mientras seguían vivos eran buenos compañeros. Ellos traían comida y brindaban protección, y yo en cambio los cuidaba. Cuando en verano el sol atacaba con más fuerza y no eran capaces de encontrar agua entre los charcos, yo viajaba por la ciudad buscando aguaderos entre parques y regresaba luego al mismo sitio, donde los animales se saciaban con gusto.

Y así vivíamos, como una manada de perros salvajes.

Un día llegó un cachorro de pelaje blanco como la cal, con las orejas dobladas, el hocico rosado y los ojos como esmeraldas. Desde que se acercó a mí no volvió a alejarse, y así lo pude ver crecer poco a poco. Cuando pasaban las personas se quedaban sorprendidas con la belleza y dulzura del cachorro y casi siempre le dejaban caer un trozo de algo. Tuvimos suerte esa temporada, ni el agua ni la comida escasearon. El cachorro y yo pasábamos todo el día tendidos como perros a la sombra, lamiéndonos como animales. Él se iba en la noche y regresaba con comida, yo le traía agua y en una ocasión saqué de un basurero una manta azul agua en buenas condiciones sobre la que comenzó a dormir cada madrugada.

El cachorro nunca creció del todo, cuando cambió la temporada y llegó el invierno una ola de frío azotó la ciudad. El clima se veía tan atiborrado que algunas personas ya habían comenzado a predecir el fin del mundo, y por primera vez en mucho tiempo comenzó a nevar. Los árboles se convirtieron en huesudos esqueletos y la acera se volvió un frío lago de hielo. El cachorro parecía una mota de nieve moviéndose por las calles, yo lo abrazaba en la noche, cuando la temperatura descendía más e intentábamos darnos calor el
uno al otro, pero ni mi cuerpo, delgado como una mantis, ni el suyo, pequeño como una roca, bastaban para mantenernos alejados del frío.

Muchos perros murieron esa temporada, la mayoría ni siquiera pudo llegar a mi lado, pero el invierno se fue y con el tiempo llegó la primavera.

Pensé que lo peor había pasado, que el cachorro sobreviviría y se convertiría en una bestia hermosa, pero pocos días después de que las primeras hojas regresaran a los árboles, el cachorro comenzó a enfermar. Caminaba muy poco, se quedaba todo el día en su manta, el pelaje no le brillaba tanto y sus ojos, antes vivos y alegres, se convirtieron en dos tristes lagunas verdes.

Al final de la semana el cachorro murió.

Me quedé a su lado consolándolo hasta que sus ojos se cerraron y su pequeño cuerpo dejó de moverse. La primavera había llegado y él se había ido. Yo sentía muy adentro que algo sucedía. Una especie de vacío, de ausencia de ganas. Dejé de buscar agua y comida y comencé a sobrevivir con lo que tenía cerca.

En pocos días el cuerpo del cachorro comenzó a exhalar un aroma tóxico, las personas se lamentaban cuando pasaban y lo veían. Tan hermoso y tan pequeño, decían al cruzar. Y mientras su cuerpo se pudría por fuera, el mío lo hacía por dentro.

Una semana después me encontraba muy débil para ponerme de pie, un grupo de personas vino una tarde con una pala y recogió el cuerpo del cachorro para enterrarlo, vi a mi amigo partir, pero nadie me vio a mí. Era parte de la piedra, otra rama de los árboles, un montón de hojas caídas.

No sabía en qué momento había abandonado mi humanidad, quizás cuando me había visto desesperado y sin remedio, expulsado de mi hogar, quizás cuando había recogido del suelo mis primeras sobras o cuando los perros habían comenzado a tomarme por uno de los suyos.

El mundo había dejado de reconocerme, y por tanto había cambiado mi género, mi persona y mi raza. Era un perro más que no sobreviviría a esa primavera. Y como perro, moría en el sitio adecuado, nadie iba a venir a recogerme, nadie se iba a lamentar por mí y con los días mi cadáver se descompondría y otro árbol robaría de mi cuerpo sus sustancias, mientras tanto solo los perros, sabedores de lo que allí habría sucedido, reconocerían mi sombra en la acera, como una cruz marcando una tumba.

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⏰ Última actualización: Sep 02, 2022 ⏰

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