Hambre

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He aquí que un día se conocieron dos chicas y se hicieron amigas. La más joven, decían, no podía comer, no existía aperitivo ni cena, sabor ni textura que le resultara apetecible, y lentamente agonizaba de hambre. La mayor, al contrario, era incapaz de detenerse, engullía cacerolas y cacerolas, mientras el estómago le crecía como un gran saco a mitad del cuerpo.
Eran una mezcla compatible y extraña, la joven que no podía comer y la que no podía dejar de hacerlo.
Durante varias semanas compartieron juntas sus penas, hasta que una tarde, con gran seriedad, la joven más joven dijo:

—He aquí algo curioso que debo confesarte, creo, a fuerza de equivocarme, que me estoy enamorando de ti.

La mayor reflexionó por unos segundos y le preguntó:

—¿Y qué pruebas tienes de eso? ¿Acaso sientes un palpitar en el pecho, si de pronto, así —dijo extendiendo el brazo— te tomo de la mano?

La más joven se sonrojó.

—No sé si me palpita el pecho, pero no hay nada que encuentre más hermoso que tú. Dime, si acaso no es amor, qué es esta emoción tan intensa que me taladra por dentro, me revuelve las tripas, me sonroja y me precipita hacia ti.

—¿Acaso no será —murmuró la otra joven, acercándose más— hambre?

—¡¿Hambre?! —exclamó la otra chica, pero al terminar la expresión, escuchó un leve arrullo nacer en sus tripas y un estremecimiento que la consumió. Es cierto, no era amor, pero cuánto menos impacto este hubiera causado en ella, cuál escaso era el poder de las emociones comparada con aquella. En un estupor cayó desmayada, la otra joven acudió a su ayuda y la tomó en sus brazos.

—¡¿Qué te sucede?! —gritó al aire.

La más joven abrió los ojos, una luz vidriosa los cubría. ¿Qué divina esencia es esta?, se preguntaba, y embriagada por la emoción, contemplando la rosa carne tan cerca, abrió las fauces y clavó la mandíbula con fuerza.

La joven mayor profirió un grito de dolor mientras intentaba en vano liberarse del cuerpo extraño que prendido a su piel no dejaba de morder. La más joven arrancó de un solo movimiento la carne del antebrazo, hasta exponer el hueso. El éxtasis máximo la consumió. Aquello era comer. Bendito apetito.

La otra chica cayó desmayada, su cuerpo iba siendo profanado parte a parte, y en cada vuelta a la conciencia se encontraba con un fragmento suyo menos, hasta que demasiado débil, la última visión, la de sus dedos rodando por el suelo, la hizo vomitar sus propios intestinos, como dos masas extensas que se esparcieron a lo largo de la habitación. Y así, en medio de la angustia, por primera vez en su vida, la joven mayor sintió como en el fondo de su organismo, su hambre se había saciado.

Cuentos de buenas noches para búhos con insomnio Donde viven las historias. Descúbrelo ahora