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En este árido desierto de acero y piedra, elevo mi voz para que puedas oírla,
Al Este y al Oeste hago una seña. Al Norte y al Sur muestro un signo que
proclama: ¡Muerte a los débiles, salud para los fuertes!
¡Abrid los ojos para que podáis ver, oh, hombres de mente enmohecida, y
escuchadme bien, vosotros, la multitud de seres desorientados!
¡Pues yo me alzo para desafiar a la sabiduría del mundo, para pedir
explicaciones a las «leyes» del hombre y de «Dios»!
Yo exijo razones de vuestras reglas doradas y pregunto el porqué de vuestros
mandamientos.
No me inclino en señal de sumisión ante ninguno de vuestros ídolos pintados,
y el que me diga «tú lo harás» es mi enemigo mortal.
Hundo mi dedo en la sangre aguada de vuestro impotente y loco redentor, y
escribo en su frente desgarrada por las espinas: «el verdadero príncipe del
mal; ¡el rey de los esclavos!».
Ninguna vetusta falsedad será para mí una verdad; ningún dogma sofocante
entorpecerá mi pluma.
Me aparto de todos los convencionalismos que no me lleven al éxito y a la
felicidad en la Tierra.
Elevo con severa energía el estandarte de los fuertes.
Clavo mi mirada en los ojos vidriosos de vuestro espantoso Jehová, y le tiro de
la barba. Alzo un hacha y abro en dos su cráneo devorado por los gusanos.
Hago estallar el horrible contenido de los sepulcros filosóficos marchitos, y río con ira sardónica.

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