Vigilaba amparado en la penumbra de un callejón cualquiera fumando para intentar engañar al frío. De todas las costumbres que habían llegado con Pandora la de fumar le parecía sin duda la más estúpida, pero también era la única que seguía con fidelidad casi enfermiza.
La vio aparecer entre el gentío como una nota discordante, incapaz de ocultar sus orígenes a pesar de su estudiado atuendo raído y su pelo mal despeinado. Su caminar resultaba demasiado grácil y sus ojos demasiado vivos, asustados, buscando algo familiar a lo que poder aferrarse para recuperar cierta compostura.
Pero allí no había nada para ella.
Se giró sobresaltada cuando una manada de perros correteó entre la bruma o cuando un ratero atravesó corriendo la calle perseguido por una de sus víctimas. Más adelante, se alejó del viejo Pierre, que seguía con sus humildes quehaceres diarios insultando primero a unos y después a los otros mientras les apuntaba con la luz de una linterna.
Llegó frente a las puertas de la cantina, sorprendida de encontrarlas, como si no fuera lo que anduviera buscando. Varios jóvenes de la Ciudadela salieron empujando a los transeúntes con su caminar ebrio. Uno de ellos se giró, probablemente con más intención de cortejo que de disculpa, pero ella ya había desaparecido en el interior del local.
Él permaneció estudiando a los transeúntes en busca de algún gesto artificial o de alguna mirada demasiado incisiva. También estudiaba el entorno, las ventanas de los edificios, las azoteas. En el cielo, las naves transitaban atravesando los hologramas publicitarios que iluminaban el Grumo.
Varios cigarrillos después observaba el local desde la entrada.
La música llegaba desde el fondo de la sala principal, donde un hombre sentado sobre un taburete tocaba un viejo saxofón dorado.
Sasa, la incorregible y pequeña hurgadora, atendía tras la barra de madera que coronaba la cantina. Sus miradas se cruzaron cómplices un instante. Le reconoció a pesar de la máscara optoelectrónica.
Se dirigió hacia el final del local, más allá del saxofonista, tratando de evitar miradas curiosas.
—¿Señorita Rivas? Siento haberla hecho esperar. Soy Sykes.
Estiró una mano curtida por el frío y apretó con suavidad la mano de la mujer cuando esta se la ofreció en un gesto tímido y petulante a partes iguales.
Malditos ciudadanos.
—Llámeme Lucille, por favor —dijo con un hilo monótono de voz.
Se sentó frente a ella y pulsó uno de los botones de la mesa.
—¿Quiere tomar algo?
Lucille señaló la botella de agua a medio beber frente a ella, dándose por satisfecha. Un pequeño robot con ruedas de oruga y dos brazos cómicamente largos se acercó y posó un vaso lleno de una cerveza densa y rojiza.
Bebió mientras observaba los movimientos nerviosos que realizaba Lucille.
—No estaba segura de que fuera a venir.
Sykes se encogió de hombros. Encendió un nuevo cigarrillo y ofreció uno a Lucille que rehusó con un gesto de la mano.
—No se equivoque, estoy aquí por Rohan.
Lucille desvió los ojos en busca de algún objeto en el que poder centrar su mirada empañada. Una punzada se clavó en el pecho de Sykes. No era una punzada de culpabilidad. Tampoco de lástima, era incapaz de sentir lástima por los habitantes de la Ciudadela. Era una punzada aguda y lacerante. Instinto puro arañándole el esternón para mantenerle alerta.
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Almas mecánicas
Science Fictionhttps://www.amazon.es/Almas-mec%C3%A1nicas-Javier-Canto-Sahag%C3%BAn-ebook/dp/B098MX8V1R/ref=tmm_kin_swatch_0?_encoding=UTF8&qid=&sr= En un mundo surgido de la mentira donde la suerte de los inocentes está en manos de unos pocos y la vida se difumin...