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Comenzaba a albergar serias dudas sobre su capacidad para tomar decisiones. Frey nunca cedería con tanta facilidad. Ni la vieja amistad ni el tiempo transcurrido justificaba su comportamiento. Demasiado fácil. Y con Frey nada era demasiado fácil. ¿Y qué era eso de las ruedas de un reloj o el gatillo que dispara la bala? Podría desaparecer. Coger un vuelo a cualquier otra parte y perderse. Para siempre. Pero no podía irse así, Rohan necesitaba su ayuda. Leer la esfera al menos. Por los viejos tiempos. El problema era que la esfera la tenía Frey. Y con Frey nada era demasiado fácil.

Observó el piso desde el desvencijado sofá apoyado en una de las paredes. Era oscuro y el sistema de filtrado de la luz de las ventanas estaba estropeado. Olía a cerrado y a polvo caduco. La única iluminación venía del holoreproductor. La rueda de prensa había resultado peor de lo que se imaginaba. No solo tenía que huir porque le querían matar. Ahora también porque le querían cargar el muerto. Por lo menos habían puesto al cargo de la investigación al agente Bruc, un buen hombre, todo lo buen hombre que un ciudadano puede llegar a ser. Hicieron algún trabajo juntos. Yo te ayudo a capturar a alguien y tú me libras de un rival directo. Quid pro quo.

Estaba agotado.

Comió el sándwich y bebió la cerveza que Miles le había dejado en la nevera y encendió un cigarrillo dispuesto a ver una gala de lucha retransmitida desde alguna ciudad de los suburbios, pero se durmió antes de que comenzara el primer combate.


—Buenos días, princesita —otra vez la voz melosa de Miles. Fumaba sentado sobre la mesa mientras observaba a Sykes como quien observa a una rana a la que va a diseccionar clavada en un viejo corcho ensan-grentado.

—¿Qué hora es? —dijo Sykes somnoliento.

—Por la mañana. Venga, levanta. Frey está esperando abajo.

Subió a la nave con la cara todavía contraída y los ojos vidriosos y

llenos de legañas. En el fondo de la nave, siete androides viajaban sujetos a una de las paredes por unas cintas atadas a unas argollas de metal. Frey estaba sentado completamente inmóvil vestido con un traje sin corbata, el pelo engominado a conciencia peinado hacia atrás y los ojos escondidos tras unas gafas de sol negras. Su enorme reloj de pulsera indicaba que eran las cinco de la mañana.

Miles se llevó el dedo índice a los labios y le indicó que se sentara frente a Frey. Viajaron siguiendo uno de los viejos canales de la ciudad. Pasados varios minutos, el Grumo comenzó a desteñirse mostrando un cielo azulado manchado aquí y allá por cúmulos que jugueteaban en el cielo. Sykes pudo admirar el enorme cráter producto de la Gran Guerra tupido de hierba esmeralda y hortensias color malva.

Un ruido seco, como una pequeña convulsión en el aire, indicó el final de la conexión de Frey.

—¡Su puta madre! Miles envía a Shorty y a Sapo a hacer una visita a Andrew Lee, el joyero. Que no se anden con miramientos. Que no lo maten, pero que le jodan bien jodido.

Frey se quitó las gafas con teatralidad y fijó sus ojos inyectados en sangre en Sykes.

—¡Joder! Sigues hecho una mierda —exclamó. Su boca desprendía un leve aroma a whisky.

Sus miradas se cruzaron centelleantes. Fue un instante inexistente pero lleno de significado. Demasiada complicidad durante demasiados años. Demasiadas experiencias. Demasiada vida juntos, a pesar de todo.

Almas mecánicasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora