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—¿Qué ha hecho esta vez? —dijo Paul divertido con la mirada fija en el púlpito de los acusados.

La Cámara de Justicia no estaba tan abarrotada como en otras ocasiones. Ovidiu, hijo del antiguo ministro de Ciudadanía Elly Stellman, ya no despertaba tanta expectativa; lo mucho cansa y todo eso. A pesar de ello, no se podía negar que Ovidiu seguía teniendo un alto poder de convocatoria. Su mujer, una bella subciudadana incapaz de hacerse con la ciudadanía por culpa de los inacabables problemas de su marido, le miraba con resignación desde la primera fila mientras este, puesto en pie y con el rostro iracundo, les gritaba una retahíla de injusticias, problemas sociales y demás postulados moralistas al juez y al jurado, que se limitaban a escucharle imperturbables. Los asistentes sonreían satisfechos.

—¿Qué sucedió anoche?

Paul Teltet, ministro de Justicia y Seguridad Ciudadana, se sentó con cierto rubor junto a Serj Malakian al final de la sala. No era tanto un sentimiento de vergüenza por lo ocurrido la noche anterior, sino el mero hecho de ser recriminado. Hacía tiempo que se había cansado de la actitud condescendiente del exministro.

—La misión se complicó —dijo tratando de mostrar indiferencia.

Una algarabía de carcajadas y aplausos estalló en la sala. Ovidiu, subido sobre su asiento, se había bajado los pantalones y mostraba sin ningún recato su trasero blanquecino al juez y a los veinte miembros del jurado. «¡Preguntadme a mí si me parece bien!», gritaba estridente mientras movía sus nalgas como si fueran ellas las que hablaban. Muchos de ellos no podían evitar reír. Incluso el juez luchaba por mantener la compostura. Su mujer se tapaba el rostro con la mano negando con la cabeza. Por un momento, parecía que iba a levantarse y abandonar la sala entre lágrimas. Los medios de información mostraban sus colmillos afilados mientras sus sistemas ópticos almacenaban todos sus movimientos.

—¿Sabemos con quién se vio?

—Aún no.

—¿Quién se ha hecho cargo?

—El agente Bruc.

—¿Y la agente Stein?

—Ha localizado a otro.

—¿Cuántos van ya? —preguntó Serj Malakian.

—Diez.

—Solo nos quedan dos oportunidades.

—Que sepamos.

Serj Malakian se giró curioso hacia Paul.

—Todos los Guardianes podrían haber muerto ya —dijo Paul encogiéndose de hombros—. Solo nos faltaría encontrar sus cadáveres.

Dos vigilantes bajaron a Ovidiu, le esposaron y le sentaron de nuevo en el asiento con los pantalones todavía por lo tobillos.

—No creo que el agente Bruc sea el más adecuado para esta investigación —dijo Serj Malakian—. Siempre ha sentido cierta debilidad por los subciudadanos.

—Y por los dulces.

—¿Cuánto tiempo estuvieron hablando?

—No mucho —dijo Paul encogiéndose de hombros.

—¿Qué falló?

—Al parecer el hombre era rápido. Apenas cayó Lucille, él ya estaba a cubierto. Parecía que nos esperaba. Después, los clientes del local lo entorpecieron.

—¿Recibió algún aviso?

—¿Te refieres...?

—El topo.

Almas mecánicasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora